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La manía de convertir a deportistas en héroes llena de hipocresía el último documental de Netflix sobre la NBA

Imagen de promo de Starting 5, el último documental sobre la NBA de Netflix/Netflix
Imagen de promo de Starting 5, el último documental sobre la NBA de Netflix Netflix

Anthony Edwards es un chico de 22 años llamado a ser una de las grandes superestrellas de la NBA en los próximos años. Puede que alguien le recuerde por su pique con Juancho Hernangómez (Bo Cruz) en "Hustle", la película de Netflix sobre un mallorquín que intenta hacerse un sitio en la NBA y mejor no seguir contando. En "Hustle", el personaje de Edwards era un chulo, un macarra y un engreído. Razones tenía para ello porque era buenísimo, probablemente, incluso, mejor que el protagonista.

En "Starting Five", el documental producido por Michelle y Barack Obama entre muchos otros y que acaba de estrenar también Netflix, Edwards es exactamente como se le presentaba en la película: le gusta el "trash-talking", tiene un concepto de su talento probablemente exagerado y su relación con el entorno parte de un cierto sentimiento de superioridad. En los 80 y en los 90, eso habría estado genial. Una bomba publicitaria. Eran los tiempos de los chicos malos y los ídolos imperfectos. No es que a David Stern le apasionara Dennis Rodman, pero sabía que tenía que vender a Dennis Rodman tal y como era y no inventarse redenciones.

Las cosas han cambiado y ahora los deportistas tienen que ser ejemplos a seguir. Qué sea ese ejemplo va variando con las sensibilidades sociales. Por ejemplo, los protagonistas de "Starting Five" -Edwards, Domantas Sabonis, LeBron James, Jimmy Butler y Jayson Tatum- tienen al menos dos cosas en común: en primer lugar, que sufren como los demás mortales; en segundo lugar, que, en ese sufrimiento, siempre tienen a la familia cerca: a la novia, la esposa, la madre, el padre… y un buen montón de hijos, algo chocante para la edad que gastan.

Todos son también competitivos, pero dentro de los límites del amor por el juego. Todos pasan momentos buenos y momentos malos. Todos, en definitiva, acaban siendo un coñazo tremendo porque son imposibles de creer: LeBron James no se pasa en realidad todo el día sonriendo y haciendo bromas como si no le importara que su equipo lleve dos años arrastrándose por la Conferencia Oeste; Domantas Sabonis no lleva tan bien el desprecio de los aficionados y la prensa, que le dejaron fuera del All Star pese a unos números descomunales, y Jimmy Butler no siempre es la persona afable con la que jugar al dominó cuando está lesionado. Que pregunten en Philadelphia.

La paternidad, divino tesoro

Tampoco es probable que Jayson Tatum considere que el anillo es lo primero y que el baloncesto es un deporte de equipo y que no importa si él mete muchos puntos o si los mete Jaylen Brown. La cantidad de veces que repite que le da igual el menosprecio de los especialistas parece proporcional a la rabia que siente por dentro. Resulta curioso verle en ese rol de niño bueno -aclaremos una cosa: Tatum, sin duda, merece más consideración en la liga, pero ese es un tema aparte- después del papelón con la selección estadounidense, donde algo gordo tuvo que pasar para que Steve Kerr le dejara sin jugar varios partidos.

Nos queda, de nuevo, Anthony Edwards. Si la hipocresía en los demás casos es una cuestión de estética, todas esas familias ejemplares en sus chalets enormes, cuidando a sus hijitos por encima de todas las cosas, en el de Edwards roza directamente el ridículo. Más allá de su chulería fuera y dentro del campo, que, en un chaval tan joven y tan bueno, no tiene nada de malo y así podría haber quedado, una de las líneas narrativas del personaje es que tiene un hijo con su novia.

De cómo trata a la novia se podría hablar en otro momento, pero ahora centrémonos en la niña. En cómo mira a la niña, en cómo la abraza, en cómo nos explica el sentimiento único que es la paternidad y en lo confuso que está porque, a su edad, aún tiene mucho que aprender. Ese bebé por empezar y esa novia por acabar no son la familia feliz de James después de veinte años de relación… pero es algo. Y algo, debieron de pensar los productores, es mucho mejor que la sombra de la sospecha.

Los cien mil hijos de Ant Man

El problema con Edwards es que, durante el año de grabación del documental, dejó embarazadas a tres mujeres distintas con las que ha tenido tres respectivos hijos que podrían ser cuatro si prospera la demanda por paternidad de una cuarta madre. Edwards, que ya le pidió a una modelo que abortara e incluso le envió un cheque de 100.000 dólares al efecto, no es un hombre de familia. No tiene por qué serlo. Ni yo necesito esa información para admirarle con el balón en las manos ni tengo por qué juzgarle una vez esa información me llega.

Otra cosa es que me quieran vender milongas. A nadie le gusta que le traten como a un tonto. Puede que esos cinco hombres sean unos santos y puede que no. Qué más da. Que Anthony Edwards solo se quiere a sí mismo se puede percibir a la primera frase cortante que le suelta a su novia oficial. ¿Por qué me lo quieres edulcorar, Adam Silver? Deja que los malos sean malos o, por lo menos, no los travistas. Si te resulta incómodo que tu futura estrella sea como es, pues, bien, omite esa parte. Veámosle solo machacar a los Denver Nuggets.

Pero no. Edwards también tenía que ser un santo varón, un héroe para las generaciones venideras. Como si las generaciones venideras no tuvieran Google o algo. En fin. Si omitimos esa chapa y pintura, el documental está bien porque da un acceso al juego inédito, porque realmente se trata de cinco jugadores sensacionales y porque huele a dinero por todos lados. El objetivo era que nos entrara el gusanillo de una nueva temporada cuatro meses después de acabar la anterior. En mi caso lo han conseguido. Tampoco era difícil. Por eso, tal vez, algunos esfuerzos resultan tan chirriantes.