Dembélé siempre tuvo la culpa
![Dembélé celebra su gol a la Real Sociedad en Copa./GETTY](http://s1.sportstatics.com/relevo/www/multimedia/202301/25/media/cortadas/dembele-celebracion-RsCWaDQ9tGqlKFep5LgcCvN-1200x648@Relevo.jpg?w=569&h=320)
Desde que llegó, con Dembélé me sucedía como con las llamadas telefónicas. Desde hace un tiempo, quizás por mi mayor sensibilidad a la crítica o por mi pasión por sumar temores, tengo un tic que va a más cada vez que pego un toque a algún conocido o lo recibo. Seguro que a vosotros también os pasa. El sufrimiento se produce concretamente en el momento de la despedida. Todo marcha sobre ruedas hasta entonces, ya sea hablando con mi madre de una receta milenaria, apretando a alguna fuente o de una próxima quedada con los colegas.
Justo cuando se acaba la conversación, dure lo que dure y fluya como fluya, se desata la angustia. Mi interlocutor, no sé si por moda o despiste, no acierta a colgar, aunque crea que ha cortado debidamente la comunicación. Y ahí viene lo peor: en el silencio que anuncia de nuevo la privacidad o escucho de todo ("era Alfredo, que llegará otra vez tarde...", "qué pesado", "es que Mati no se entera...") o sé que estoy a punto de asistir a algo más doloroso que no quiero. En ese intervalo de tiempo se junta lo peor del ser humano: la desconfianza y la pasión de criticar que tenemos como deporte. Con los papeles cambiados también me pasa. A veces, cuando voy en coche, corro el peligro de estrellarme con tal de colgar a toda prisa en esa obsesión por no conocer los ataques de sinceridad del personal.
Dembélé me ha producido siempre la misma sensación que sólo me proporciona el móvil. Llevaba varias temporadas acudiendo con mi mejor sonrisa a sus arrancadas, con la ilusión inicial con la que emprendes cualquier llamada nueva. Asistía atento a su primer amago. Son como los saludos de cordialidad previos. Disfrutaba y asentía con su primera finta. Era similar a un "¿Cómo estás?, ¡Cuánto tiempo!". Permanecía atento, con los ojos bien abiertos, al segundo gambeteo. "Tengo que contarte una cosa que te va a gustar...". Intervine siempre con onomatopeyas al tercero. "Por cierto, me gustó mucho tu artículo de ayer". Y, a partir de ahí, al borde del área, donde se produce para bien o para mal el final de la jugada, prefería mirar a otro sitio. Incluso me tapaba los ojos para que el desenlace tantas veces desafortunado no empañase la aseada presentación ni el esperanzador desarrollo de los hechos.
Poco a poco estoy intentando corregir la tara y confiar. Conjugamos demasiado poco este sano verbo. Ayer mismo dejé el grifo telefónico abierto como prueba y, menos mal, he de decir que sólo escuché al otro lado el ruido que emerge al meter en el bolso un móvil sin bloquear. Sin más. No hubo desahogo ni rajada por mi llamada a deshora. Con Dembélé, desde hace unas semanas, y sobre todo ante la Real, me estoy manteniendo a pecho descubierto hasta que finaliza cada una de sus intervenciones. Y he de reconocer que cada día se parece más a lo que uno soñaba.
Esta vez estuvo más fino de lo que acostumbra y, además, por fin mostró el colmillo que le faltaba en la definición. Más que matar al portero, deleitémonos con su aceleración. Desde que viste de azulgrana, además de 41 asistencias, llevaba 39 goles, uno cada 271 minutos. Con este último, el 40º que vale unas semifinales, mejora unos números que aún deberían ser mucho mejores. Si no es un día Balón de Oro será porque no quiere. Por su potencial, por su facilidad para el desequilibrio y, más que nada, por las veces que el equipo le busca y él se la juega como si Petrovic hubiera poseído su cuerpo.
Hoy toca aplaudir a Dembélé y la voluntad general es no dejar de hacerlo. Pero si algunos dudamos y otros que hoy le ovacionan le pitaron en estas seis temporadas de blaugrana, también fue por su culpa. Que nadie se olvide ni fustigue. Será, como todo, cuestión de fe. Si él confía, nosotros, devotos del desborde y del descaro, también confiamos. Con los ojos como platos y sin taparnos.