OPINIÓN

Unai Simón no merece un escarnio, pero tampoco mi admiración

Unai Simón, en una entrevista reciente. /EFE
Unai Simón, en una entrevista reciente. EFE

Cuando vi que Thuram utilizaba la sala de prensa para entrar en campaña ("Me parece muy grave la victoria de Marine Le Pen") y escuché a Mbappé reforzándole con un alegato en el que pidió a los jóvenes ir a votar para frenar "a los extremistas", lo celebré. No tanto por el color de su proclama, que también, sino por hacer uso de su onda expansiva para difundir su mensaje político, sin tibieza y sin temor a críticas o pinchazos a su popularidad. Por zambullirse en sus principios con el fin de agitar el avispero.

Aplaudí esta actitud porque no es la usual. Aunque, por fortuna, cada vez hay más futbolistas tomando partido, sea cual sea, lo frecuente en el futbolista es ver la política como un charco que regatear. Las declaraciones de Unai Simón cuando le preguntaron por las de Mbappé se enmarcan en ese bando: "Tenemos muchas veces la tendencia a opinar demasiado de ciertos temas cuando no sé si deberíamos opinar o no. Porque aquí, presente ante vosotros, soy jugador de fútbol, me dedico al fútbol, soy un profesional del balón y de lo único a lo que me debería dedicar a hablar en este momento es de temas deportivos; los temas políticos dejarlos a otras personas o a otras entidades". Respetable, por supuesto. Y no merece un escarnio por esto. Menos admirable, sin duda.

Habrá quien reflecte esto con que el portero defendió públicamente a Vinicius y condenó el racismo. Efectivamente, pero tanto el melón como el contexto es otro. Moeh Atitar, amigo y experto tanto en gobiernos como en polémicas, escribió de forma certera: "Es legítimo no querer opinar de política de manera pública; el problema está en cuando rechazas o pones en duda que otros compañeros de profesión lo hagan, porque eso, en sí, es una opinión".

Quien argumente que no hay que mezclar fútbol y política ya está poniendo sobre la mesa un alto contenido en politización. Porque el primero es una representación en miniatura de la sociedad y, como todos los espacios sociales, está vertebrado por la segunda. A la pelota le afecta las urnas, pero también puede desnivelar la balanza en los hemiciclos. El ser humano es un animal político y, en efecto, un hijo bastardo de sus decisiones. Por lo tanto, la idea de no combinar el fútbol y la política tiene un punto de querer tapar algo cuando está sucediendo, bien por mantener intacto el status quo, bien por no 'mancharse' la imagen, bien incluso por pereza y comodidad.

Además, resulta curioso cómo esta inclinación va sólo hacia un lado porque hay multitud de ejemplos de cómo la política sí se quiso mezclar con el deporte y el fútbol. En el desván de la historia, el polvo cubre recuerdos dolorosos e imposibles de tapar por completo. Los regímenes totalitarios siempre utilizaron a estos movimientos de masas para sus intereses. Vieron en toda la gama deportiva una herramienta para extender su ideología y sus valores. Mussolini en el Mundial de fútbol de 1934, Hitler en los Juegos Olímpicos de Berlín, el Mundial en la Argentina de Videla, Franco se aprovechó del dominio del Real Madrid en la Copa de Europa para acercarse a ese sol y 'adoptarlo' casi como embajador de su dictadura, los países de herencia soviética y los comunistas convertían a sus deportistas casi en soldados con una disciplina militar... Luego llegó el turno del dinero y ya hasta se podía adquirir la idea. Es decir, comprar un club para saltar a algún escaño o sillón presidencial.

Sin embargo, se instaló, sobre todo en el fútbol, la opinión de que era mejor no tenerla ofreciendo una imagen de palacio de cristal en el que dentro se vivía un mundo ajeno a la realidad que existía extramuros, cada vez más intransigente, polarizada e incapaz de mirarse a los ojos sin tirarse los trastos a la cabeza. Ante este panorama, se entiende a quien prioriza centrarse en su trabajo (la pelota) para alejarse de los líos. Por eso, en este escenario, uno alaba al deportista que alza la voz porque siente la injusticia (aún resuena el golpe en la mesa de Zidane para combatir a otro Le Pen), al que elige públicamente una vía, al que defiende su gota de racionalidad ante tantas bajas pasiones. Se llame Borja Iglesias, Ana Peleteiro, Carvajal, Piqué, Mbappé, Athenea del Castillo, Bellerín o Alfonso.

Por suerte, cada vez hay más profesionales que despegan sus labios. Quedarse a medio camino es respetable, cómo no. Pero menos admirable. Sin duda.