Iniesta me 'jodió' la carrera y me alegró la vida

Siempre lo digo y, aunque lo parezca, no es ninguna broma. Quedó escrito en ese pequeño relato que me dejaron perpetrar hace unos años, 'Por si acaso' (Libros del KO), en el que el Albacete Balompié es el protagonista de los primeros pasos en mi vida y la de tantos: con el cruce de caminos en el que Andrés Iniesta dejó La Mancha para irse al Barça (1996) y yo asomé por el Carlos Belmonte (1997-1998) el club empezó a torcerse de mala manera como no podía ser de otra manera. Aquel cambio de cromos debió ser algo así como dejar de ver y escuchar a Marisol e intentar que la vida fuera lo mismo con Melody.
La huella de Andrés fue tan grande y tan profunda, pese a ser sólo un chiquillo que voló del nido con 12 años, que cualquier proyecto de futbolista que aterrizamos después en su jardín perdimos estrepitosamente en la comparación. El peso de esa manida confrontación fue especialmente dura para aquellos críos que jugábamos como centrocampistas con intenciones ofensivas, para los que en algún momento lucimos el 6 y el 8 a la espalda y para los que nos formamos con algunos de sus entrenadores. Allá donde aparecía un mal control o un pase defectuoso quedaba la confirmación de que eso nunca lo hubiera hecho Iniesta. Ahora es el héroe de Sudáfrica, pero entonces era una mosca cojonera.
Su sombra me perseguía. Por eso, cuando AS me envió a Santander diez años después, ya retirado del verde, y nada más llegar a la tierruca entrevisté a Jonatan Valle, rival del manchego en aquel campeonato de Brunete que le encumbró, debió darse cuenta que no le puse muy buena cara cuando soltó lo que soltó. "Yo era buenísimo de crío, pero el mejor de todos era Iniesta...". Quien crea que sus devotos y Albacete empezaron a babear con el genio desde que se paseaba con Guardiola y Messi, y en el momento en el que fue campeón del mundo, no conoce la verdad. Y esa realidad es mucho más complicada de alcanzar que lo de ser después una leyenda. Los rivales, sus compañeros y los técnicos que hoy sacan pecho por haber dirigido sus primeras patadas han ido dando testimonio desde los inicios de su existencia como si fuera una aparición divina.
Tanto Juanón en las Escuelas, como Víctor Manuel Hernández, su padre Andrés, Ginés Meléndez, Balo o el mítico Catali en el Alba, no es que hayan hablado de las virtudes de Andrés con hechos consumados. Eso hubiera sido demasiado fácil. Es que ya, desde su irrupción en los patatales de tierra como benjamín junto al Campo de la Federación (hoy José Copete), fueron divulgando cada una de sus fortalezas. Las sabidas y las desconocidas. La mayor y que más debería calar, que se puede ser un genio y a la vez buena persona. Lo de que para progresar hay que pisar cabezas queda para los mediocres o para los que no conocen Fuentealbilla. Siempre me impactó que hubo, hay y habrá cracks de corto, con más defectos en el día a día, que se apagan solos sin que nadie les arrope. Y, por contra, existen otros artistas, como Andrés, que en su despedida verán llegar a Les Corts amigos desde todos los rincones del mundo y hoy podría haber reventa. Eso es por algo.
Lo normal es idolatrar a ejemplos que, por edad, han dado testimonio de lo que hay que hacer mucho antes de que uno les pueda imitar. Pero con Iniesta, que es dos años más joven que los de mi Generación del Naranjito, ocurrió en aquella época justo todo lo contrario. Ahí es donde en realidad se nota el peso de las estrellas y de los malditos años. Ahora, uno juega al tenis con otros viejos y quiere mostrar el drive de Alcaraz. Y echa una pachanga de veteranos y quiere soltar la rosca como Lamine Yamal o Jenni Hermoso. Entonces no tenía lógica alguna que, siendo servidor ya adolescente, mirara por el retrovisor antes de recibir el balón y orientara el control porque lo hacía como nadie un renacuajo.
El 11 de julio de 2010, bordeando ya la medianoche, se me pasaron todas estas peripecias por la cabeza mientras Navas, Torres, Cesc y compañía llevaban a trompicones el balón desde la portería de Casillas hasta la de Stekelenburg. Cuando Iniesta sacudió su derechazo rumbo al Olimpo, fue la única vez que, en la intimidad y con los pelos de punta, rompí a llorar por el fútbol. Seguramente porque al ser la prórroga ya nos vi como los amos del planeta. Puede que influyera aquel homenaje a Jarque con esa camiseta interior tan conmovedora como casera. Pero de lo que no tengo dudas es de que fue -no sé si de alegría o de pena- porque un día quise ser Iniesta y el tipo, con esa grandeza inigualable, me empujó sin que aún lo sepa al Periodismo.