Víctor Fernández inflama a La Romareda, pero no a su equipo: se llenó de ilusión y acabó vacío de desencanto
El técnico comenzó su cuarta etapa en Zaragoza con una derrota por la mínima ante el Espanyol, que también estrenaba entrenador.
Una cosa es el liderazgo y otra distinta obrar milagros inmediatos. Víctor Fernández logró el rearme moral del zaragocismo con su toma de posesión y lo inflamó con algunas frases para cincelar en el frontispicio del club. La corriente de optimismo moderado o de esperanza renacida tomó vuelo hasta llegar al domingo e inspiró un lleno virtual en La Romareda (poco más de 2.000 asientos sin ocupar) en el estreno del Episodio IV de la saga. Lo cual no deja de ser un prodigio en Segunda División. Sin embargo, Víctor no logró convertir esa fuerza transmisora en un cambio tangible o suficiente en su equipo. El partido real, sobre el césped, lo ganó el Espanyol con un gol de Javi Puado y un ejercicio de control exhaustivo. Un tanto vencedor con intrahistoria digna de un subrayado aparte.
Siempre ha habido temazos llenapistas, actores capaces de reventar la taquilla y entrenadores nacidos para convocar el entusiasmo. Durante la semana, Andoni Cedrún definió así a quien fuera su entrenador en los años 90: "Víctor es un chute antidepresivo". O sea, una inyección de clonazepam. Y circo, agregaría Andrés Calamaro. Demasiada camiseta y cada vez menos gambeta. Aun así la gente se animó, claro que se animó.
Las peñas invocaron el fervor del pueblo zaragocista y varios miles de fieles recibieron al autocar del equipo con un pasillo exaltado de devotos. Como si la tarde perteneciera a otra época o hubiese en juego algo diferente a tres prosaicos puntos para asegurar una supervivencia relativamente amenazada, porque los de abajo tampoco avanzan. Ya se sabe el adagio: "El zaragocismo no es una enfermedad de la cabeza, es una enfermedad del corazón". A las pasiones no hay por qué hacerles preguntas.
Hora y media antes de jugar, el club anunció el sold out: se agotó el poco papel a la venta en las taquillas (unas 3.000 entradas). El Espanyol contribuyó bastante, con 2.000 animosos pericos en las gradas. Y el club aragonés le agregó a la tarde un par de guiños emocionales: el equipo hizo el calentamiento con una de las camisetas características de la temporada 1992/93, cuando Víctor dirigía al Zaragoza (y al recién fallecido Andreas Brehme entre ellos, por cierto). Y justo antes de empezar hubo un homenaje al equipo campeón de la Copa del Rey de 2004: 20 años han pasado ya del Galacticazo contra el Real Madrid de Queiroz en Montjuïc y la Supercopa ganada frente al Valencia.
La tribuna entonó el himno a capela y recuperó varios hits intemporales, cantados con ánimo enérgico, como los legionarios en un desfile. En unos días hemos pasado de la canción protesta a este viva la gente comunal. Hubo ovación con estruendo para Víctor y la grada se alfombró de entusiasmo y bufandeo para saludar la última muestra de un pasado victorioso, ahora remoto, como si hubiese ocurrido hace mil vidas: los dos trofeos exhibidos sobre el césped, flanqueados por el cuerpo técnico de Víctor Muñoz (otro héroe local de toda la vida), Raúl Longhi, Manolo Nieves, Basigalup, Paul Knaap y Manuel Lapuente. Y un grupo de futbolistas en representación de aquella plantilla: César Láinez, Valbuena, Gabi Milito, Movilla, Goran Drulic, Iban Espadas, Cani, Jesús Muñoz, Pablo Díaz, Cuartero... Y por supuesto, Luciano Galleti: el autor del tanto que tumbó a los Galácticos de Florentino.
La regresión temporal siempre tiene algo de gaseosa anímica, pero la bajada puede resultar violenta. Ocurrió lo lógico: terminado el breve homenaje, los héroes de ayer se subieron al palco para ver el partido y en el campo quedó el Zaragoza de hoy. La misma camiseta, otro mundo. Había que salir de las ilusiones y jugar al fútbol. A la corriente de optimismo generada por Víctor, tan promisoria, le faltaba la prueba de los partidos. Y este Espanyol, pese a sus incertidumbres, conserva intacto el porte de cabeza de cartel en Segunda. Un morlaco severo para abrir plaza, pero Víctor dejó clara su intención de recibirlo a porta gayola cuando dijo el viernes esa frase adorable, alimento de titulares juguetones: "No podemos ser un equipo cagón". Como escribía Joaquín Vidal, hay toreros que se cuidan el cuerpo. En cuestiones de fútbol, Víctor tiende a rozarse la taleguilla con los pitones.
El debut simultáneo del técnico zaragocista y el de Manolo González en el Espanyol dibujó una simetría involuntaria y sumó alicientes a la tarde, por si faltaba alguno. Ambos han tomado a su cargo equipos acuciados por demonios interiores. A la necesidad clasificatoria -cada uno a su manera- se había sumado un desacuerdo conceptual entre la expectativa de la tribuna y la praxis futbolística en el césped. Las dos aficiones pedían victorias y algo más: un punto de decoro en las formas.
Salvo esa de los banquillos, a día de hoy no existen más equivalencias entre el Zaragoza y el Espanyol. Basta un dato para resumir la distancia entre ambos: Braithwaite y Puado, los dos delanteros pericos, han marcado un gol más (29) que todo el Real Zaragoza junto.
Puado hizo el de la victoria del Espanyol en La Romareda en el minuto 7, describiendo así una línea de fuga adicional para el partido. Unos días atrás, el delantero había recordado cómo Víctor Fernández le ayudó a establecer el verdadero arranque de su carrera profesional cuando lo incorporó cedido al Real Zaragoza en el mercado invernal hace cuatro años. Puado despegó en aquellos meses y fue uno de los impulsores de la cabalgada zaragocista en pos del ascenso, mutilada por el parón del confinamiento pandémico. Su progresión ya no admitió dudas. Ayer mandó a guardar un centro desde la izquierda de Brian Oliván y se ahorró la celebración en memoria de 2020. Si Víctor le ayudó mucho en su día, ayer Puado le pinchó el globo a su ex entrenador y a toda La Romareda. Más nostalgia traicionada por la vulgar realidad.
La primera parte denunció las carencias del Zaragoza para asumir de forma natural e inmediata la transición de un fútbol pensado para no equivocarse a otro decidido a asumir riesgos y un vértigo controlado. Víctor Fernández insistirá en esa vía porque ahí anida su esencia como técnico, pero sus jugadores habrán de evolucionar bastante en la asimilación de tales mecanismos: aparcar la inercia del pase atrás para abrazar el paso adelante. Algo así requiere, primero, un cambio de mentalidad; y después, precisión… aspecto muy relacionado con la calidad de los jugadores.
Ayer casi todos salieron mal parados, sobre todo hasta el descanso. La agresividad del Espanyol sin la pelota obligó al Zaragoza a acelerar las decisiones y su ejecución. El conjunto de Manolo González inundaba los callejones y las avenidas del campo, y siempre llegaba antes a todos los lados. El efecto de esa dinámica fue un Zaragoza de desesperante impericia, tartamudo con la pelota en los pies y escaso de amenaza. Cada tentativa de combinación era como sumar peras y manzanas: una operación imposible. Sin el balón, el Zaragoza pasó un buen rato de padecimientos, sobre todo hasta que Mourinho (improvisado como lateral derecho por Víctor) ajustó las distancias de su posicionamiento defensivo. Para cuando lo logró, Brian Oliván ya había largado desde ese flanco el balón del gol perico.
De pie en su zona técnica, Víctor acumuló nítidas manifestaciones de impotencia, agobiado por la incapacidad de los suyos para relacionarse con la pelota. Alguna botella de agua estrelló el técnico en el piso, víctima de la frustración por un pase errado o un envío a ninguna parte. A veces le pedía a su equipo más cohesión en las líneas, juntando las manos. Otras, agitaba los brazos implorando la expansión de los espacios. El Zaragoza siempre estaba demasiado pegado o demasiado abierto. De vez en cuando se metía bajo el tejado del banquillo a deliberar con los suyos. De la precipitada tormenta de ideas no salía nada para rescatar a un equipo naufragado. En muchos momentos se vio al entrenador empujar con vehemencia a sus jugadores a ir hacia delante, abrir camino con la pelota, ensayar la audacia.
Todo le costó mucho al equipo, como acostumbra. Del aire zaragocista cuelga hace ya meses una pregunta suspendida, y la aparición de Víctor la remarca más: qué porcentaje de la gangrena del Zaragoza tiene su razón en el estado de forma y las competencias reales de la plantilla. Tarde o temprano, el foco siempre alumbra el terreno de juego, donde afloran las verdades indiscutibles. Víctor ya subrayó la "responsabilidad" de los futbolistas, al recordarles que hasta ahora "han dado muy poco". Antes de jugar frente al Espanyol reconoció: "Si no fuera zaragocista, muchos días no habría ni encendido la tele para ver los partidos".
El primer periodo insistió en la incómoda sensación de que tal vez sea mejor ocupar el domingo en ir al cine, o llevar a los chicos a un espectáculo de magia, que prender el televisor para mirar el partido del Zaragoza. Tras el intermedio, Víctor ajustó mejor a su equipo. El Zaragoza tomó la pelota, se metió en campo contrario y, aun de forma trabajosa, produjo varias llegadas dignas del empate: una volea de cuchara de Bakis pasó por encima del larguero, Víctor Ruiz negó un disparo de Valera, Joan García contuvo una falta inocua de Toni Moya y Cabrera ganó con autoridad de cacique todos los duelos individuales cuando el Zaragoza se envalentonó en el ataque. Quien más cerca estuvo del gol fue Francés, un central, con un cabezazo salvado por Pere Milla cuando ya entraba en la portería.
Para los memoriosos y las estadísticas quedará el debut de Adrián Liso, potente extremo zurdo de 18 años, aún en edad juvenil. Su fútbol retador, de carreras afiladas, y la potencia física de un cuerpo compacto han llamado la atención del entrenador. Ayer Víctor le entregó media hora. Liso tocó la pelota con frecuencia, las pidió todas (primero en su lado preferido, el izquierdo, y después a pierna cambiada); y dejó varias arrancadas tumultuosas sofocadas por Cabrera y el riguroso dispositivo de vigilancia del Espanyol. Pero ahí asoma un chico de virtudes atendibles. Liso compone un perfil de duelista nato, con cierta facilidad para el gol. Algo muy necesario en el estado de anemia ofensiva del Zaragoza.
La lectura de Víctor tras el encuentro tuvo un punto de masaje psicológico: "Me voy satisfecho, no por el resultado, claro, sino porque he visto cosas muy positivas. Hubo un tiempo para cada equipo, pero ellos aprovecharon su único disparo a puerta para ganar. En la segunda parte nos metimos en campo contrario y hemos tenido algunos remates que nos han sacado, pero lo que manda es el marcador".
El análisis no era incierto, aunque los números no tienen tanta piedad. El Zaragoza suma seis partidos sin ganar, apenas ha rescatado un punto de los últimos 18 y su ritmo de anotación delata el mayor problema: ha hecho un solo gol en esa media docena de choques. Su portfolio a lo largo del campeonato muestra un raquítico catálogo de 28 dianas en 31 partidos. Víctor no mete goles y la gente tampoco. Quién sabe si el cambio de técnico en noviembre hubiera propiciado un mercado invernal más acorde a las necesidades en el ataque. Ahora ya no tiene remedio.
El lunes pasado, con el regreso de Víctor Fernández, salió el sol en Zaragoza, en sentido figurado y en el real. Un atisbo de primavera impaciente. Así se mantuvo todo el fin de semana. A primera hora de la tarde del domingo, el cielo empezó a encapotarse de premoniciones. El estadio bordeó el llenó de ilusión pero, cuando la tarde ya estaba rendida, la afición lo vació con desencanto.