Zaragoza estrena el último episodio del Superhéroe 'Vitín': "Con Víctor Fernández al menos nos divertiremos"
El técnico inicia su cuarta etapa en La Romareda, donde una mayoría le tiene fe y una minoría piensa en el día de la marmota.

De forma involuntaria, Juan Carlos Cordero construyó el pasado martes una imagen poderosa. "La ciudad y el Real Zaragoza necesitan a Víctor Fernández", dijo en la presentación del técnico. La frase convertía al director deportivo en una suerte de Harvey Dent, el alcalde de Gotham. Le faltó sacar la cabeza por el ventanuco de la sala de prensa y encender un potente reflector contra el cielo de nubarrones de la Segunda División. En lugar del anagrama de Batman, la señal luminosa de alarma tendría las iniciales del entrenador zaragozano: VF.
Dos veces había abandonado el estrado el técnico para domesticar sus lágrimas en los pasillos interiores de La Romareda. Cuando se recompuso y le preguntaron por el Espanyol, emergió el Víctor Fernández esbelto, de capa flameante: "Vamos a ganar", afirmó rotundo.
Después de tanto discurso timorato y entrenadores de perfil esquivo, algo así suena como un trueno de certeza en Zaragoza, ciudad descreída tras once temporadas en el infierno. Víctor Fernández es el decimoctavo ocupante del banquillo aragonés en esta categoría. Las preguntas surgen solas. ¿Queda sobre la faz de la tierra alguien capaz de obrar el milagro? ¿Es el campeón de la Recopa el hombre para un ascenso? ¿No fue suficiente lo de 2020?
Víctor llegó al primer equipo del Zaragoza en 1991, con 30 años. Ha iniciado su cuarta etapa con 63. En el imaginario colectivo, su nombre pervive asociado a la gloria y al mejor fútbol visto en La Romareda desde Los Magníficos. El periodo 1991/1995 (Copa, Recopa, terceros en Liga y un fútbol imborrable) admite pocos o ningún debate. Pero ni siquiera entonces estuvo Víctor Fernández a salvo de las críticas o la incredulidad. Los días de la Recopa terminaron con su despido en noviembre de 1996, cuando el contraluz entre el fulgor de París y la vida real deterioró el proceso de renovación del equipo.

Más allá del gol de Nayim
Hace mucho que Víctor Fernández no es ya sólo el campeón de la Recopa. El tiempo ha añadido matices. Días de vino y rosas. El primer regreso se produjo en 2006, cuando Agapito Iglesias asumió la propiedad. Con César Sánchez, Aimar, D'Alessandro y la cesión del joven Gerard Piqué, el equipo hizo un gran primer año. En el segundo, su fugaz paso por Europa y diez partidos sin victoria en la Liga desembocaron en la segunda destitución de Víctor. Dejó al equipo duodécimo en la jornada 19. Ninguno de sus sucesores (Ander Garitano, Jabo Irureta y Manolo Villanova) pudo evitar el descenso más inexplicable de la historia: el Titanic se hundió con Ayala, Diogo, Gabi, Aimar, D'Alessandro, Matuzalem, Celades, Luccin, Sergio García, Diego Milito y Oliveira.
En su agria despedida, Víctor dejó una sentencia: "Si vuelvo alguna vez será como presidente, director deportivo o lo que sea. No para entrenar". Regresó en 2018, y no precisamente al despacho oval ni a un palacio de marfil. Se vistió de nuevo con el chándal para meterse en el fango: el Zaragoza era antepenúltimo en Segunda y corría serio peligro de irse por el sumidero. Víctor lo rescató. Al año siguiente tuvo al Zaragoza en puestos de ascenso hasta la abrupta interrupción de la Liga por la pandemia. Cuando la temporada se reinició, ya en verano, nada fue lo mismo: el Watford reclamó a Luis Suárez para la pretemporada inglesa. Puado agarró el virus. Los demás jugaban con plomo en los pies y Víctor sintió el vértigo del extravío. El Zaragoza perdió siete de los últimos once partidos. Sujetó apenas la tercera plaza. El Elche lo atropelló en el play-off.
Unos meses antes, en el último encuentro en La Romareda previo al paréntesis del confinamiento, el Zaragoza le había ganado al Deportivo (3-1). Fue una tarde de primavera anticipada, en un estadio deslumbrado por el sol y los relámpagos de entusiasmo que dibujaba Luis Suárez en sus carreras hacia la portería. El Zaragoza jugaba como un disparo y nadie podía presagiar el fin del mundo, tan próximo. Tras el partido, en el ascensor hacia el aparcamiento, Víctor se sinceró con unos amigos: "No puedo más, estoy consumido: acabo esta temporada y lo dejo". Era aún febrero, pero la carga emocional le impedía asumir el futuro. Ni siquiera en Primera División, la tierra prometida.
"Lo de 2020 fue devastador para mí -ha revelado Víctor estos días-. Me aniquiló como entrenador y como persona. Me dejó vacío de energía y de todo. Estuve inmerso en una soledad infinita, de dolor y de tristeza por no alcanzar el objetivo". Fracasar en casa no es lo mismo. Nunca lo será. Cada regreso de Víctor reactiva su leyenda pero, al mismo tiempo, la pone en juego frente a la cruel desmemoria del fútbol. Y frente a los suyos. Todo eso, con un sueldo inferior a la mayoría de entrenadores fichados por el Zaragoza en estos años.
Objetivos tras el adiós de película
El contraste entre la magia imperecedera de su prestigio y la implacable realidad actual vuelve a ser extremo. De momento debe salvar esta temporada. Sin embargo, el foco está en la próxima y el ineludible objetivo: el ascenso. Como en las películas, Víctor ha vuelto para acabar un trabajo pendiente: Lo que el COVID se llevó, podría servir como título.
Un nuevo acto de fe para los devotos. El día de la marmota para otros. En la platea nunca falta quien señala al héroe y grita que bajo el antifaz sólo hay un hombre disfrazado. El apelativo con el que lo conocen los más próximos, Vitín, sirve también de divisa irónica a quienes estos días tuercen el gesto. La inquina no impide la familiaridad. De cualquier modo, nadie posee en el zaragocismo la fuerza de tracción que aún convoca Víctor Fernández con su sola presencia. La proporción de creyentes frente a los negacionistas debe de andar en un diez contra uno. O cincuenta contra uno, y subiendo estos días.
Si hay alguien capaz de embridar el caballo desbocado de ciclotimias que es el Zaragoza en Segunda División, se llama Víctor Fernández. Al club le ha costado unos meses asumirlo. Con la destitución de Fran Escribá, el técnico ya se había ofrecido a asumir los restos del naufragio. Lo hicieron él y Gabi Milito, otro ídolo de tiempos mejores. Cordero rechazó la propuesta para elegir a Julio Velázquez. Hágase aquí una pausa considerativa. Ojos en blanco. El emoji de la mano en la frente. La justificación: Víctor suponía una conexión con el pasado. Preferían no invocarlo.
Los personajes de este tamaño garantizan muchas cosas a un club, pero también efectos no siempre deseados por propietarios y ejecutivos. El entrenador maneja el escenario de la ciudad como lo haría un prócer, con todos los hilos de la sociedad zaragozana al alcance de su mano. El protagonismo de Víctor resulta plenipotenciario: dirige al equipo, asume la presión, participa en las decisiones, libera a los futbolistas y ejerce de portavoz institucional. Es el hombre y el mensaje. Eclipsa al resto y, a la vez, los expone. Su figura actúa de pararrayos y también como lupa de aumento.
Sentimientos a flor de piel
El entrenador canaliza la euforia, la exigencia y la ilusión colectivas. También sus opuestos. Todo con la fiebre de un médium al borde de la extenuación. En lo personal, gestiona una sensibilidad vulnerable a la colosal trascendencia de su figura en el entorno. Es el cuarto entrenador con más partidos dirigidos en Primera División en España, cerca de 600, pero en el Zaragoza su sentido de pertenencia exagera su lado más frágil. A Víctor, Zaragoza y el Zaragoza le duelen a la manera de un 'noventayochista'.
Es su casa, su club, su ciudad, su gente. Su vida entera, en suma. Cuando no entrena (y desde 2015 sólo lo ha hecho en La Romareda), pasa buena parte del año en Sanxenxo, donde se construyó un refugio en aquellos días en el Celta. En Zaragoza, si sopla viento en contra se abriga con el amplísimo círculo de amistades tejido durante años: gente de fútbol, pero también del ámbito económico, social y periodístico. Los conciliábulos de Víctor en sus restaurantes preferidos forman parte del paisaje. Hay una ruta de establecimientos en Zaragoza donde el vitinismo conforma una religión de amistades y fidelidad.
Para Víctor, dirigir al Zaragoza supone una operación a corazón abierto, en el triunfo y en la angustia. Este domingo vuelve a La Romareda, contra el Espanyol. El pasado no convierte a nadie en infalible, pero la esencia de Víctor no cambia aunque lluevan las bombas. Y esa actitud inflama el ánimo colectivo.
En sus últimos partidos, la tribuna le coreaba a Julio Velázquez un cántico demoledor: "¡Un tiro a puerta, queremos un tiro a puerta!". Con Víctor se acabaron los discursos alambicados del neo fútbol, los tres centrales, el paso atrás enmascarado en el pase de seguridad, la proactividad de boquilla, el repliegue intensivo y el bloque bajo. Subterfugios para encubrir un fútbol mojigato. Víctor predica el atrevimiento, la iniciativa individual y el poder de la pelota como vector del juego: "Tendremos que proponer, llevar la iniciativa y todo va a girar alrededor del balón. Lo demás es el orden en defensa y en ataque", resumió. Un idioma comprensible. Cada cosa en su sitio y las prioridades claras.
Después de once años en Segunda, la gente del Zaragoza acepta y comprende a la perfección el contexto actual. Su sensato realismo no anula la exigencia. Saben de sobra que al Zaragoza no lo devolverán a Primera su historia ni los recuerdos. Si acaso, confía en lograrlo con profesionales capaces, con recursos, valentía, ideas firmes, pulso certero y capacidad ejecutiva. Por eso, después de tanto escepticismo, frustración y desengaño, el aficionado aún cree en algo: algo como Víctor Fernández.
"El domingo voy a volver al campo. Con Víctor, al menos nos divertiremos", se ha oído esta semana en Zaragoza. En la ciudad de la resistencia contra Napoleón, el pueblo asume una derrota… siempre que al menos la adorne la gallardía.