Marcelo no se acaba aquí
Nunca he llegado tarde a las citas. Y no hablo exclusivamente de los encuentros de tipo afectivo. También me refiero a los burocráticos, laborales o médicos. A ninguno. Siempre puntual, aunque mi puntualidad era tan falsa como ese "ya estoy saliendo de casa" cuando aún ni te has metido a la ducha. Suelo estar en el punto acordado media hora antes. O incluso una. A veces pienso que este carácter mío me va a llevar prematuramente a la muerte, por salir a su encuentro, para no hacerla perder el tiempo porque bastante trabajo tiene. Por eso, Marcelo es mi debilidad. Un tipo con sus normas y sin protocolo.
El brasileño, tipo de un humor singular y seleccionable, siempre ha caminado a su ritmo, muchas veces samba, las menos con los pies cansados. Hoy ha anunciado que deja el fútbol con un vídeo y una voz en off que parecía que no iba con él la cosa. Que sí, que colgaba las botas, pero como quien deja el abrigo en el armario. Así fue toda su carrera, un homenaje permanente a la sombra de Roberto Carlos. Hacer cosas extraordinarias como si fuesen un trámite, firme aquí y listo. Todos sabemos, en el fondo, el trabajo que había antes y el llanto que hay ahora. Se ha agarrado a la pelota hasta que ha visto que no le contestaba a los mensajes. Lo intentó hasta el final. Parecía que cuando decidió volver a Brasil a seguir jugando había plantado a la gloria para marcharse a un retiro. En nuestro juicio pasamos por alto que había jugado 16 años en el Real Madrid, el club que mejor sabe volver y decirle a la muerte que puede esperar.
Por eso, cuando muchos le hacían jubilado con 35 años, sentado en una tumbona en Copacabana esperando el fin de semana para jugar con su Fluminense, levantó de nuevo un título, su primera Libertadores, y ante un Boca Juniors que es un volcán de emociones. Después de reinar en Europa, se puso en hora en América con su trofeo número 25. Luego, vino lo que vino. Desavenencias, bajones y con golpe de realidad que siempre sobreviene. Ese tampoco espera.
Ahora, con 36 primaveras, el jugador de Río afloja el cuerpo y descarga la tensión acumulada. Sus últimos años no han sido sencillos. Siempre pretendió finiquitar su trayectoria en el Bernabéu, pero que se vio obligado a hacerlo fuera, se fue sin quererlo. Sus palabras en el banquillo del estadio blanco, a pocos días de anunciarse su salida ("No me van a renovar... he sido un puto ejemplo") siguen en el aire como un lamento de psicofonía. Se marchó de Chamartín, se agarró al clavo de Olympiacos con buena cara pero sin convicción y, aunque fue recibido como un galáctico, sólo cinco meses y diez partidos después se despidió de El Pireo casi a la francesa. Una tragedia griega. Y como una familia siempre acude a cerrar las heridas sin necesidad de que se la llame, su Fluminense de la infancia le abrió las puertas e hizo historia, aunque muchas veces envuelto en lesiones y alguna que otra sospecha desde el banquillo.
La fe es un asunto de riesgo pero Marcelo siempre demostró, en esa banda izquierda del Bernabéu que ahorra se embarra porque está llorando, que es mejor dormir a su lado. Desde ahí ganó 25 títulos, cinco Champions, vistió 16 temporadas la camiseta del Real Madrid, fue capitán, se sobrepuso a algún varapalo y sirvió a la verdeamarelha. No me escondo y ya lo he reconocido más de una vez. Siempre tuve un vínculo particular con este futbolista. Marcelo fue el primer jugador madridista al que entrevisté. Ambos acabábamos de fichar por el Madrid. Él por el equipo y yo por la sección del medio en el que trabajaba. Y desde entonces sentí que éramos dos vasos comunicantes a pesar de que en aquel primer cara a cara me llevé alguna que otra respuesta en forma de monosílabo: su cabello prosperaba a la misma velocidad que el mío se venía abajo; su optimismo aumentaba mientras mi pesimismo me envolvía; él cogía peso en el vestuario y yo lo perdía en la báscula; él ganó un palmarés envidiable y yo extravié el título de la Universidad.
Hoy dice que hasta aquí hemos llegado. Eso me hizo pensar. Pero como siempre hay que llegar al final de los vídeos, me vine arriba con su última frase: "Todavía me queda mucho que dar". Marcelo no se termina aquí porque no puede acabar lo que es para siempre.