La vida desde un partido de fútbol femenino en la cárcel: "Tú no eres Messi para marcar gol"
Relevo asiste a un encuentro con presas en Piccasent organizado por Patricia Campos, fundadora de la ONG 'Goals for Freedom'.
Nueve. Nueve puertas correderas de un metal que pesa y resuena cuando se cierra, tan lentamente como firme, atravesamos hasta llegar al polideportivo de la cárcel de Picassent (Valencia). Son las cinco. Fuera, el atardecer aún no se deja ver. Dentro, siempre es de noche para quien vive privado de una libertad que recibe de la calle a bocanadas. Como en esa tarde de octubre en la que 17 personas, 14 mujeres y tres hombres, llegamos al recinto penitenciario mochila al hombro. Vamos a jugar una pachanga de fútbol con internas de la mano de Goals for Freedom, una ONG que fomenta la igualdad de derechos a través del deporte (bueno, yo voy a animar, observar y sentir, confieso).
"El objetivo para ellas es pasar una tarde divertida, con gente de fuera, que les hace olvidarse un poco dónde están. Todo el mundo, con las circunstancias sociales que ellas han tenido, podríamos estar ahí adentro. Tuvimos la suerte de nacer en una familia de bien, pero tal vez si nuestra madre estuviera obligada a prostituirse y nuestro padre fuera narcotraficante, tú y yo no estaríamos aquí, seguro. A veces tomas decisiones y te equivocas, pero porque la vida te ha conducido a ello. Todo el mundo merece una oportunidad. Ir allí es conocer también otras realidades y darnos cuenta de que todo el mundo no tiene la misma fortuna que nosotras. Que no hay que juzgar. Siempre hay que intentar ver a la gente no en ese momento en el que está, sino de dónde viene y por qué hizo lo que hizo", afirma tajante Patricia Campos, fundadora de la organización, durante la charla que mantenemos dos días después de vernos en Picassent. Ya con la experiencia reposada.
Patricia ha coordinado el partido en las últimas semanas, ha recogido nuestros documentos de identidad para sus correspondientes controles al llegar a la cárcel y dirige al grupo hacia el polideportivo. Allí, nos encontramos con las chicas. "Perdonad, pero hoy somos menos de las que nos gustaría. No han querido salir más", dice una de las siete jugadoras locales: tres chicas españolas, tres brasileñas y una marroquí. Todas, de entre poco más de 20 y alguno menos de 40. En realidad, son pocas, muy pocas, sí. El centro penitenciario de Picassent, mixto, cuenta con cuatro módulos femeninos, con entre 170 y 180 mujeres en total. Aunque no todas podrían "salir a jugar", como dicen ellas. "Hay mujeres con diferentes penas, claro. Las que hacen deporte son las que tienen penas menores o que llevan ya muchos años y, también, por buena conducta las pasan a módulos menos peligrosos. Y juegan con nosotras. Pero también tienen partes si se portan mal y no pueden venir a jugar. A mí me llama un funcionario desde la cárcel para coordinar los partidos, don Andrés. Es mi enlace. Venimos un par de veces al año, mínimo", detalla.
La chica marroquí lidera el grupo. Junto a Patricia, anima a sus compañeras a que se presenten, como lo vamos haciendo también las demás en un gran círculo central sobre la pista, más propicia para fútbol sala que para un partido de fútbol. En voz alta, sólo necesitamos decir dos cosas: nuestro nombre y nuestro color favorito. "Nunca les pregunto por qué están ahí, me es incómodo. Alguna vez repiten, coincides con las mismas personas, la misma portera, las chicas transexuales, y con alguna que te dice: 'Oh, Patri, me han reducido la condena ocho años'. Y yo digo: 'Madre mía, qué habrá hecho'. Pero no pregunto, le digo que me alegro por ella y ya está", cuenta.
En mi equipo hacemos un círculo, juntamos las manos y en la arenga lo que suena es "1, 2, 3, Goals for Freedom". Se me pone la piel de gallina. El árbitro, una de las personas que llega al recinto a través de la ONG y que desarrolla esa función en el partido, pita el comienzo del encuentro. Locales y visitantes se han mezclado para conformar los dos equipos bajo la capitanía de Patricia y L. Sólo un peto amarillo diferencia a uno de otro. Los dos comparten el ánimo de pasarlo bien. Es el objetivo con el que Patricia Campos puso en marcha la ONG en 2018 en Valencia y comenzó a organizar partidos de fútbol en los campos del cauce del río, tres veces por semana. "Vimos el resultado que tienen las pachangas en el río, donde vienen mujeres víctimas de violencia de género, personas con enfermedad mental y personas migrantes, y pensamos en hacerlo en Picassent. El objetivo es pasarlo bien, conocer gente, salir de tu vida de mierda", asegura Patricia. Lo hace con un léxico vehemente pero con la calma de quien lleva más de cuatro años conviviendo con duras realidades y visualiza numerosas historias cuando habla.

"Para mí el fútbol significa libertad y felicidad. Te da la libertad de ser quien eres en cualquier parte del mundo. Donde vayas, todo el mundo sabe las reglas del fútbol: jugar con los pies, no te hace falta nada más. Pretendíamos hacer algo diferente. Queríamos hacer deporte con perspectiva de género, es decir, hacer equipos mixtos para que personas de otros continentes, como de África, donde la cultura es totalmente diferente a la nuestra, vean que pueden compartir un espacio con nosotras. Que nosotras también podemos hacer deporte y que se nos respete", explica.
Y asegura que no es fácil. "Cuesta, cuesta mucho. Cada día viene alguien nuevo y le tienes que explicar las reglas: 'No puedes gritar, no puedes hacer barridas, no puedes empujar, no puedes recriminar'. Hablo de hombres de Marruecos o de otros países de África, u hombres de mayor edad, que pueden verte a ti al lado y no te la van a pasar. Ahí tenemos reglas para evitarlo: 'Tú no eres Messi para marcar el gol. Tienen que tocarla todos los componentes del equipo para que puedas marcar. Y hoy especialmente Fulanita va a marcar el gol porque está más triste y se lo merece, y se la vas a pasar para que marque. Aquí no es que tú vas a hacer tu partido, sino que vas a compartir y hacerlas felices a ellas, sobre todo. ¿Que quieres venir? Eres bienvenido, pero con las reglas, buscando la igualdad y la justicia social'. Además, hablamos de mujeres que son víctimas de violencia de género y para las que un grito o un empujón de un hombre les puede hacer sentir mal. No está permitido nada que no sea buen rollo", detalla.
Empieza el partido
En el sonido hueco del "poli", como lo llaman las internas, el balón empieza a rodar. Se escucha el tumulto, los "vamos" y los "¡aquí, aquí!". El ambiente de júbilo llega a la parte alta del pabellón, donde un grupo de chicos realiza trabajo físico. Es el gimnasio del centro. En la pista, dos funcionarias y un funcionario supervisan el desarrollo del partido junto a otros internos, que se sientan en varios bancos. En los que hacen de banquillos, en este lado del campo, pronto empiezan a sucederse los intercambios de historias de vida.
"Madre mía, qué calor tengo, estoy sudando", dice mientras se frota la frente y recupera el aliento V., la primera interna que se sienta para tomarse un respiro. "Y encima te has venido tan guapa, maquillada y con esas trenzas", le digo. "A ver si me cruzaba a mi marido por los pasillos. No me gusta el fútbol. Si se entera que estoy jugando, se muere". El golpe de realidad llega junto al primer gol del partido, obra de una interna. Brazos en alto, gritos, abrazos de gol. "Lo que más les llama la atención es que gente de fuera estemos con ellas y las tratemos con tanta naturalidad. Ven que hablamos con ellas, que se las anima durante el partido, cuando marcan un gol. Cuando marcas te sientes tan bien, te llena de alegría y luego les dura un mes como tema de conversación", explica Patricia.
El cómo se suceden los goles importa poco. Hasta el golazo definitivo. Pero eso será después. Mientras, es V. la que lleva la atención del partido al banquillo. Sus labios rojos ocultan una boca desdentada que no deja de hablar con las otras tres chicas que, ojipláticas desde esa frase descorazonadora inicial, compartimos banda. "Estoy vieja. Tengo 38 años y nueve hijos. Uno se me murió con dos años. Hoy me duele todo porque me ha venido la regla. Ha sido la primera vez después de tener un aborto, aquí en la cárcel, de dos meses y medio. Tengo dos penas de tres meses y diez días por robar comida en un supermercado. No me siento orgullosa de haberlo hecho ni de contarlo, pero tenía que darle de comer a mis hijos… Ay, mi R. Quiero ver a mi R. Nos conocimos por una ventana. Él recoge basuras y yo estaba asomada. Me vio, y me habló. Me dio mucha vergüenza [la misma vergüenza que ha mostrado al presentarse. Me la puedo imaginar]. Sólo nos hemos podido ver de cerca cuatro veces, en el culto y poco más. Lo quiero mucho. ¿Ves a esa señorita morena? (Una de las funcionarias que supervisa el partido, al otro lado.) Esa "seño" está en el módulo de R. Ay, que le diga que me ha visto. Ay, si se entera de que estoy jugando al fútbol".
Hay fechas, edades y lazos que no encajan en su historia, pero las emociones sí lo hacen. Siempre lo hacen. "Don Andrés me ha dicho a veces que mienten mucho. Es gente acostumbrada a mentir por las situaciones en las que se encuentran. Para ellos mentir es su realidad", comparte Patricia, cuya historia no es menos llamativa.
"El fútbol me daba la vida en el ejército. Pero no me sentía cómoda por mi condición de mujer y lesbiana. Dije: aquí esta guerra no la voy a ganar"
Patricia CamposPatricia Campos (Onda, 1977) es la primera española en pilotar un reactor en el Ejército español. Estuvo destinada en la base de Rota entre 2005 y 2012. Allí siempre combinó sus dos pasiones: volar y jugar al fútbol . "Volaba y pensaba: 'Que no me retrasen el vuelo, a ver si llego al entrenamiento'. Mi aliciente era: '¿A qué hora llego del vuelo? Ay, mierda, a ver si puedo despegar antes porque tengo partido a las 17:00'. Y ahí me ves metiendo motores para llegar… (Ríe). Siempre jugaba al fútbol allí. Me hice amiga de las americanas y jugaba con ellas. Era lo que me daba la vida. Pero no me sentía cómoda por mi condición de mujer y lesbiana. Dije: 'Aquí esta guerra no la voy a ganar".

Y se marchó de su propia cárcel particular. Firmó otro hito en su currículum personal y profesional: ser la primera entrenadora española de fútbol en Estados Unidos. "Después de ser piloto, quería ser entrenadora. En España, en 2011, no se movía como ahora el fútbol femenino ni podías vivir de eso. Tenía que irme a Japón o Estados Unidos, y por idioma y por cultura me fui a Estados Unidos. Me saqué el título de entrenadora y a las dos semanas encontré trabajo. Tanto mujeres como hombres es normal allí que sean entrenadores, porque el deporte rey es el fútbol americano. El fútbol no tiene tanta importancia. Hicimos unas pruebas y estuve entrenando en California, en dos equipos: el Carlsbad Wave y el Carlsbad United. Luego me salió una oferta en Hawai, en el Honolulu Bulls Soccer Club, y pensé que, si me iba, el nivel de mis jugadoras sería más bajo, pero dije: 'Hawai, cultura Polinesia… ¿Sabes qué? Yo me voy'. Me arriesgué personalmente, pero la experiencia que viví en Hawai fue muy buena. Me encantaría volver a vivir allí", afirma. Y explica el porqué, también futbolístico.
"Si a mí me quitas el fútbol, como en la pandemia, me matas. Necesito el fútbol para vivir. Me da mucha felicidad. Si me preguntas hijos o fútbol te diría: 'Ay, qué pregunta más comprometida'. Me gusta jugarlo. Y si algún día soy tan mayor que no puedo jugar, no sé cómo voy a reaccionar, porque es lo que más me gusta. Creo que tengo la idea de vivir en Hawai porque allí hay equipos con gente de 80 años, se llaman 'Walking soccer', 'Fútbol andando'. Como tú no puedes correr, te pasas la pelota andando. Yo lo veía y decía: 'Esto en España no está'. Allí hay under 40, under 50. Te metes a jugar en tu grupo de edad, así compites según tu físico. Marcan sus golitos. Es muy lento, pero… Es que el fútbol me libera. Me sube la bilirrubina o lo que me tenga que subir, me encanta", dice entre risas.
Así nació Goals for Freedom
En 2017, Patricia regresó a España e impulsó Goals for Freedom, Goles por la Libertad. "La idea de las pachangas surge porque como a mí el fútbol siempre me ha dado tanta felicidad, digo: 'No quiero ser la única a la que se la dé". Antes, en 2015, empezó su vínculo con Uganda. En Kajjansi, localidad situada 25 kilómetros al sur de Kampala, la capital ugandesa, está construyendo una escuela, la Hill Land Primera School. Lo hace con el dinero que recauda en los partidos benéficos que organiza con ayuntamientos, y gracias a los socios y donaciones que recibe la ONG. "Me fui a Uganda en 2015 y estuve de enero a agosto, y luego a Marruecos, a conocer de cerca su realidad".
Uganda marcó su destino. "Yo lo único que sé hacer es entrenar y volar. No tengo un avión para llevármelos a todos y enseñarles a volar, pero sí tenía un balón. Me cogí una pelota de fútbol y unas botas, y me fui. Y me costó mucho porque en Uganda las mujeres no nacemos para hacer deporte. En Uganda las mujeres nacen para tener muchos hijos, cuantos más mejor, porque cuantos más hijos tienes más importancia tiene tu pareja, el hombre. Pero siendo perseverante y pesada, al final cogí un grupito de mujeres. Muchas son huérfanas o sus parientes y vecinos no querían. Pero yo llegué allí y les dije: 'Soy mujer y juego al fútbol, y no pasa nada'. Pero me decían que no, que yo era un hombre, no una mujer".
"No tengo un avión para llevármelos a todos y enseñarles a volar, pero sí tenía un balón. Me cogí un balón de fútbol y unas botas, y me fui a Uganda"
Patricia CamposA las reticencias de género llegaron las de la salud de las mujeres a las que Patricia consiguió convencer para jugar al fútbol "no en un campo propiamente, en un terreno que teníamos que limpiar porque estaba lleno de plásticos, de vidrios". "Lo bueno que tiene el fútbol es que puedes hacerlo donde quieras. Y no necesitas nada para jugar. El balón desaparecía o se rompía y jugábamos con sus balones, hechos con fibra de banana. Pasábamos horas jugando al fútbol, a veces nos tiraban piedras. Ellas se reían, porque muchas no habían tocado en su vida una pelota. Al final hice tres equipitos, porque nadie quería jugar con nosotras, con las mujeres que tenían SIDA. Hice uno de niños, una de niñas y otro de mujeres con VIH. Dije: 'Si queréis jugar conmigo y con mis pelotas, ellas van a jugar'. Entonces dijeron: 'Bueno, la única forma de jugar con un balón de verdad será jugar con estas'. Como ellos no tienen educación ni les interesa, piensan que el SIDA se contagia con la mirada. De hecho, su presidente dijo un día que él cuando veía a una persona con SIDA, se duchaba en su casa", cuenta. Patricia habla en diminutivo, pero los dos equipos de niños y niñas que formó suman entre 80 y 100 componentes, y el de mujeres con VIH, en torno a 60. Todos, miembros de la Hope House Fundation de Uganda.

"Al final, son más valientes que nosotras, corren más que nosotras, hacen más esfuerzo. El fútbol les daba felicidad. Cuando marcas y estás en un equipo mixto y ese que te odiaba va a felicitarte, te choca la mano, y cuando te vuelve a ver ya no te dice "apestosa" sino que te levanta la mano y te llama, ves cómo cambian las relaciones humanas cuando formas parte de un equipo. Marcar un gol es algo muy positivo para ti, para tu equipo y para tu comunidad. Cambia tu vida y la de la gente que te ve. Ellas me decían lo mismo que me dicen en Valencia las mujeres víctima: 'No hemos hecho nunca deporte, no nos gusta el fútbol ni nos interesa, pero qué bien nos lo pasamos".
El interés en el polideportivo de Picassent sigue en el banquillo. Intento estar pendiente del partido, pero reconozco que me cuesta. Sigo charlando con V. y otra interna que se ha unido a la conversación. Las observo. Me observan. Las escucho. Veo de refilón la celebración del 1-2 con el que llegamos al descanso. El partido son dos partes de media hora. Unas y otras beben agua. Entre las jugadores ocasionales que han acudido a Picassent de la mano de Goals for Freedom hay deportistas como Sonia Prim, exfutbolista del Levante femenino, o Ana Gómez y María Pina, exjugadoras de Valencia Basket, entre otros equipos.
Hoy, son unas más en dos grupos de mujeres que beben agua y toman aliento mientras comentan las últimas jugadas del partido. No pueden negar que son deportistas. El descanso posibilita que fluyan más charlas y que alguna de las internas comente en voz alta lo bien que se lo está pasando. "Eres brasileña, ¿verdad?", le pregunto a una de ellas. "Sí, de Río". "Oh, qué maravilla. Me encantó tu ciudad. Estuve en 2010. Con lo que vivís el fútbol allí…" "Sí, pero a mí no me gustaba. He descubierto el fútbol aquí en la cárcel", me dice. "Bueno, pues cuando vuelvas allí lo verás con otros ojos, seguro…". "Sí, pero aún me queda. Llevo seis meses aquí. Me quedan tres años más".
Hay frases que son mazazos. Ves sus caras, tan jóvenes. Sus ojos, tan llenos de vida. Sí, están ahí porque han hecho algo indebido y penado. Es innegable. Como que te conmueven. Como cuando Patricia me cuenta lo que genera un gesto tan simple para quien vive en la abundancia existencial del día a día en la calle: "Una vez les llevé mi libro (autobiográfico), 'Tierra, mar y aire', para su biblioteca. Una de ellas se puso a llorar. "Oh, un libro, cuánto tiempo hace que no leo", decía. Un detalle tonto para nosotras, para ellas es importante. Como las pachangas. El fútbol te salva. Te da una ilusión, felicidad. Se entretienen. Sus días son muy duros y el ratito que pasan con nosotras, tanto en Valencia como en Uganda o en la cárcel, jugando al fútbol, pues oye, eso que viven".
"El fútbol te salva, te da una ilusión, felicidad. Se entretienen"
Patricia CamposArranca la segunda parte. El equipo local completa la igualada y, acto seguido, consigue darle la vuelta al marcador. "Ha sido un partido con mucha intensidad a pesar de su carácter amistoso. Nosotras intentamos ser un bloque compacto tanto arriba como abajo, pero nos desorganizamos en muchas ocasiones y eso provocó que encajáramos los goles", narra la Patricia jugadora-entrenadora, clave para el 3-3 final. "Vaya penalti, Ana se ha tirado", escucho. La cárcel no está exenta de polémicas arbitrales. Las miradas de todo el pabellón, en la pista y en el gimnasio superior, está puesta en esa área, donde el penalti en verdad va a ser un libre indirecto.
"Ana y yo hablamos. Le dije que no lo tirara ella, que se lo dejara a la otra chica (una interna, Y., brasileña también, autora del 0-1.). Ella le dijo: 'Yo paso por encima y tú golpea'. La chica decía: 'No, no, no'. Y yo le dije: 'Sí, que tú puedes hacerlo'. Ana saltó por encima del balón y ella golpeó con la buena fortuna de que fue por arriba. Por abajo estaban la portera y cuatro más dentro de la portería. Era imposible que entrara esa pelota. Date cuenta de que no sabían jugar bien, yo no lo habría metido ni de coña. En su vida habría marcado un gol esa chiquita, y marcó dos. Ese golazo que metió no lo sabe ni ella, ¡ni ella!", exclama Patricia. "Por la escuadra, dios mío de mi vida. La chica toda contenta. Eso le vale a ella un mes de felicidad".
"3-3 con robo", dice, mientras sonríe, Sonia Prim. "3-3 con robo... en la cárcel", añade mi cabeza, al tiempo que abro mucho los ojos y sonrío la paradoja. "Uh, ¿quién ha marcado? La payasa, es una payasa. Ésa no me cae bien", dice V., todavía en el banquillo. "Yo ya no quería jugar más, estoy aquí muy bien hablando con vosotras"
«Hoy las he visto más suaves...»
Es el único momento en el que se percibe algo de tensión entre las internas. El partido ha transcurrido con normalidad. El ambiente ha sido de colegueo y compañerismo. Pero Patricia reconoce que no siempre es así. "Las he visto mucho más suaves. La primera vez que fui dije: "No voy a cometer ni una infracción de tráfico, porque me moriría de estar allí. Esta vez no, pero ves cómo se tratan entre ellas: "Tú, hija de puta, tú, no sé qué…" A nosotras siempre nos tratan muy bien, pero entre ellas ves un odio y unas cosas que dices: 'Éstas se matan por la noche entre ellas'. Por eso me da mucho respeto. Además de que siempre hace frío y mucho viento. Esta vez ha sido totalmente diferente", confiesa Patricia.
Después de chocar manos y repartir saludos varios, repetimos el círculo inicial. Patricia les da las gracias a las chicas por la tarde compartida y les habla de Goals for Freedom. De los tres partidos semanales que juegan en el cauce del río, en Valencia. Del colegio que está construyendo en Uganda. De lo agradable de haber pasado la tarde juntas y habernos divertido gracias al fútbol.
V. no está en el círculo. Se ha ido corriendo a la banda de enfrente a hablar "con la señorita de R.", como ella llama toda la tarde a la funcionaria de prisiones que también vigila el módulo en el que está interno el amor con el que se manda cartas continuamente. "Tengo un amigo que se las da antes, porque si no, tardan cuatro o cinco días en llegarle. Le escribo mucho. Lo quiero. Lo amo."
Los eufemismos y las hipérboles encuentran entre estas paredes un ecosistema ideal en el que habitar. Toma la palabra L., la chica marroquí, capitana del grupo de las internas: "Sentimos haber sido tan pocas", reitera, "pero muchas gracias, habéis hecho que nos olvidemos de dónde estamos", reconoce ante el asentimiento de sus compañeras y las miradas entre las demás.
V. vuelve corriendo al grupo. Sonríe. "Le has dado un mensaje para Ramón, ¿eh?", le digo. Se me abraza por la cintura. Se le llenan los ojos de lágrimas. Sí, responde con la cabeza. "Volved, volved pronto. Tenéis que volver vosotras".
Y las siete jugadoras internas abandonan el terreno de juego saludándonos, con los brazos en alto. Son las seis y media. Seguro que hablarán de la tarde, de los goles, de nosotras. De la vida que, durante hora y media, ha entrado y salido de la cárcel con un partido de fútbol como excusa.
Pero eso será después. Como su propia vida.