OPINIÓN

A la Superliga de Florentino Pérez no le queda ya ni el nombre

Florentino Pérez, con las 15 copas de Europa del Real Madrid. /EFE
Florentino Pérez, con las 15 copas de Europa del Real Madrid. EFE

Cuando los socialistas llegaron a la presidencia del Gobierno en 1982 se hizo célebre una frase de Alfonso Guerra que decía que a España no la iba a reconocer ni la madre que la parió. Llegaba la izquierda al poder y se esperaba una revolución, cambios drásticos, un reinicio absoluto para un país. Muchos años más tarde, cuando se fueron del poder, habían cambiado la pana por trajes a medida, la revolución por la beautiful people. El país no era el mismo, pero como no hubiese sido el mismo en ninguna otra realidad posible, al fin y al cabo 16 años son demasiado tiempo para que todo quede igual.

Comprobaron en sus carnes que las ideas más explosivas, las que vienen a cambiarlo todo, no suelen ser capaces de sobrevivir a la realidad, a la sociedad siempre un poco conservadora, que mira con recelo a cualquier transformación. Florentino Pérez, que antes de empresario y presidente fue también político, se ha pegado un golpe con esa misma circunstancia. A su Superliga ya no le queda ni el nombre, ha ido a saltos perdiendo una parte importante de su esencia hasta llegar a un formato de competición que, en algún otro momento, la UEFA hubiese firmado como propio.

La primera propuesta, la más salvaje, la que fue a presentar a El Chiringuito y supuso una conmoción real en el fútbol europeo, era una competición muy distinta, una llamada a independizarse del deporte que conocemos hoy para explorar remotos territorios. Quería ser la NFL del fútbol, una competición casi perfecta en la que unos pocos equipos se reparten una tarta gigantesca, una que además nunca para de crecer.

Es verdad que en aquella primera comunicación hubo importantes lagunas, tanto en la comunicación como en el propio concepto. Es normal, en aquel momento no estaban escribiendo una ley sino dando un mitin, expresando las líneas generales de lo que quería ser un reinicio total del mayor evento de ocio que hay en el universo, porque eso y no otra cosa es el fútbol europeo. Fue, en serio, una revolución, porque en aquel momento querían quitar el significado a las ligas, querían apartar la Champions, buscaban activamente crear un fútbol de élite, una liga cerrada o prácticamente cerrada, que lograse lo que ahora mismo no puede conseguir el atomizado sistema europeo del fútbol: ganar más dinero y repartirlo entre los patricios del fútbol.

La historia ya la saben, algunos aficionados salieron a la calle y asustaron a unos dueños que siempre viven con miedo a la mala publicidad. Unos pocos políticos, algunos de ellos tremendamente populistas, hicieron suyo el canto de esos aficionados y se pusieron enfrente del nuevo proyecto, como si no fuese el fútbol una cosa de empresas privadas sino una cuestión pública. Lo que sí era, siempre lo ha sido, es una buena cortina de humo para otros temas más importantes. La UEFA, tan dada en su pasado a señalar las injerencias políticas, en aquel caso hizo todo lo contrario y dio todas las alas posibles a los Boris Johnson de la vida. Los gobiernos solo son indeseables si no están de acuerdo conmigo.

El caso es que el Madrid se quedó muy solo con su idea, y aunque nunca dejó de pensar que era la correcta —quizá porque realmente lo sea, también desde luego porque hay gente que no maneja la opción de que los errores sean propios— tuvo que empezar a reorganizar esa revolución.

Mandó la cosa a los tribunales, que es lo que en esta década hace cualquier organización más o menos civilizada. Ganó, de hecho, pero también con la plena consciencia de que el fallo a favor de una corte de notables no quiere decir nada en una conversación de bar y que su proyecto, más allá de algunos acólitos que tienen al Real Madrid y a Florentino más como religión que como pasión, no era del todo bienvenido por el público general. Y en esto del fútbol, como en casi todo lo que tiene que ver con el ocio, no hay premio posible sin el calor de la afición.

Le dieron la razón, pero eso no fue más que el pistoletazo de salida para una catarata de renuncias. Primero, más clubes, lo cual es en sí mismo una refutación de la idea original, porque la clave de todo era mejorar los ingresos y repartirlos entre menos. Luego, más meritocracia, nada de una competición cerrada sino un sistema cada vez más poroso y en el que el mérito —término muy utilizado por la oposición a la Superliga, muchas de esas veces travestido— iba cogiendo cada vez más espacio. Finalmente, la supresión de las plazas fijas, nadie puede asegurar que en el futuro seguirá disputando la competición.

La última transformación de la Superliga es una Champions con esteroides. No hay ascensos ni descensos, nadie tiene la plaza asegurada, todo depende de lo que hayas hecho la temporada anterior en tu liga. Es decir, esa muerte de las ligas que no se contaba, pero que se suponía de facto, ya no existe. Y ese sistema cerrado, que optimiza las ganancias, que dispara los beneficios, ha pasado a ser el mismo torneo de siempre con alguna transformación más para embellecerlo. Nada muy radical, quizá es incluso un cambio más pequeño del que hizo la UEFA el año pasado con el cambio de formatos.

Vivir en sociedad es renunciar, entender que tus ideas pueden ser las correctas, pero que es probable que nunca jamás puedas implementarlas. Los grandes líderes, y se puede considerar a Florentino uno de estos en el fútbol, están capacitados a que sus ideas más elevadas se debatan, pero nada más. A22, la empresa que lleva todo esto, ha ido renunciando por el camino, aceptando que su idea podía ser la mejor del mundo, pero en realidad no iba a ser posible nunca llevarla a cabo. Esta no es la superliga de Florentino, es otra cosa.

Renunciar a mucho no es renunciar a todo. Entre los objetivos que tenían el Real Madrid y sus socios en este viaje estaba sin duda menoscabar el poder de la UEFA. Y eso, con este formato, sigue en pie. Esa es quizá la mayor guerra porque Ceferin, como haría cualquier otro en su lugar, va a hacer lo posible por no perder ni un milímetro de su mando. Los clubes dicen, y no sin razón, que la UEFA es una institución monopolística, que es a la vez juez y parte, pone los árbitros, compite en los mercados del marketing y la televisión, impone reglas y pone multas. La Unión Europea se ha pasado casi todo su tiempo de existencia siendo un grupo de países buscando la competencia más plena, la que no tiene grandes monopolios. En ese contexto, la UEFA es un absurdo, porque es verdad que cuando diriges todo, sin competencia, hay algo que no funciona.

Es verdad que en los papeles que han presentado se especifican unas series de regulaciones de la UEFA que se seguirán si todo esto termina alguna vez fraguando. Ese es el papel que quieren para la organización, ser un regulador, un árbitro, nada más que eso.

Piensan en A22 que la Champions es un desperdicio de dinero y que la UEFA es culpable. Ven a la NFL y se desesperan porque una liga de un deporte con muchos menos seguidores a nivel mundial es ostensiblemente más exitosa en el plano económico. En la UEFA dirán que la Champions es perfecta, que los clubes que la juegan ganan muchísimo dinero. Pero también la Formula1 era un éxito antes de la entrada de Liberty y cuando los americanos se quedaron con la gestión sus resultados se dispararon. Porque ganar dinero con algo tan goloso como es el monopolio del fútbol europeo no significa necesariamente que la gestión sea óptima.

Hemos dicho antes que las revoluciones tienden a diluirse por el camino, pero tan cierto como eso es que esos puñetazos, los golpes que se lleva el sistema, también cambian a las organizaciones que mantienen el poder. El último formato de la UEFA reparte más dinero para los más grandes, tiene más partidos entre los poderosos y ha aceptado un quinto equipo de las dos ligas con mejor puntuación del continente. La Champions de hoy ya es menos meritocrática y más elitista de lo que era en los 90, por poner un ejemplo. Porque la revolución rara vez consigue sus objetivos, pero eso no quiere decir que no sea un agente de cambio.

Nadie sabe qué pasará en el futuro. La propuesta que ahora tiene A22 es mucho más vendible para el fútbol europeo actual. No para la UEFA, claro, pero quizá sí para todas esas ligas que se pusieron de uñas y que ahora, más o menos, quedarían en el mismo lugar. Incluso para esos aficionados que salieron a las calles. Es el fútbol de siempre, pero con la idea de que el poder lo tengan otros. No es una revolución, pero quizá sí, en algún momento, un cambio.