Y una noche, todo terminó: el adiós de Nadal a los Juegos, el hombre que enseñó lo que se creía inexistente
La derrota en el dobles junto a Carlos Alcaraz deja en el aire la duda sobre si habrá sido el último partido del balear en 'su' Roland Garros.

En su templo, a las 8:48 de la noche, el punto y final. Rafael Nadal se despidió esta noche para siempre de los Juegos Olímpicos y quién sabe si también de la tierra anaranjada que lo convirtió en un tenista como nunca antes existió y seguramente nunca existirá.
"¡Rafa, Rafa, Rafa!", gritaron los espectadores del Philippe Chatrier, que llevaban un buen rato acumulando la angustia que solo lo irreversible puede generar. Gritaban desde hacía minutos con admiración y pena a la vez, aplaudían en una combinación de desahogo, nostalgia, excitación y agradecimiento al hombre que a lo largo de dos décadas les hizo ver lo que hasta entonces creían inexistente, homenajeaban al que convirtió en posible lo imposible.
Era la última noche olímpica, ¿fue la última noche en París? Nadal quiere seguir jugando en 2025, pero agosto le servirá de reflexión: ya no es solo un formidable tenista, es esposo de Xisca y padre de Rafa jr., al que algún día le explicarán lo que pasó en esta noche en que estuvo en un estadio sin entender aún lo que estaba viendo.
Vio mucho más que el 6-2 y 6-4 de los estadounidenses Austin Krajicek y Rajeev Ram sobre su padre, el mito viviente de 38 años, y Carlos Alcaraz, el asombroso presente-futuro de 21.
Dos décadas para comprimir la historia
Pasaron (casi) 20 años: 17 de agosto de 2004 en Atenas, 31 de julio de 2024 en París. Entre esas dos fechas se comprime la gran historia de Nadal en los Juegos Olímpicos. Comenzó en una tarde de calor intenso y seco en Grecia, la cuna del olimpismo, y terminó en Francia, en una húmeda noche de 30 grados en Roland Garros, escenario de la más asombrosa historia que haya dado nunca el tenis, la de un hombre capaz de ganar 14 veces el mismo torneo de Grand Slam.
Aquella tarde del agosto ateniense, encerrados en una blanquísima habitación con olor a pintura fresca, le pregunté a un Nadal de 18 años que sentía al haber tenido un paso tan veloz por los Juegos de Atenas. Dos días antes había ganado, en el balneario polaco de Sopot, su primer título de la ATP, pero los Juegos habían sido debut y despedida: Nadal y Carlos Moyá, hoy su entrenador, cayeron 7-6 (8-6) y 6-1 ante la pareja formada por ,los brasileños André Sá y Flavio Saretta.
"Para mí era una meta estar aquí, también en individual. No pudo ser porque en España hay muy buen nivel, no pude estar entre los cuatro primeros. Y bueno, es lo que hay".
No, no, Nadal. Habría mucho más que eso.

Llegarían las seis victoria de Pekín 2008 para ganar el oro en individuales, la pausa por lesión en Londres 2012, cuando iba a ser el abanderado, el frustrante cuarto puesto de Río 2016, compensado por el oro en dobles junto a Marc López, la ausencia en Tokio 2020 y esta última aparición en individuales y en dobles. En París, como no, para conocer al Alcaraz persona, no solo al tenista, y entregarle simbólicamente el testigo del tenis español.
Calor bochornoso, humedad desbordante y el techo de la Philippe Chatrier cerrado por la lluvia que rondó todo el día sobre París. El aire no se movía, era difícil respirar y jugar en la última noche olímpica de Nadal. Porque el Philippe Chatrier no es un estadio techado, es un estadio al que se le añadió un techo, que no es lo mismo. Y, profundamente parisino, sin aire acondicionado. Algo inimaginable en el deporte estadounidense.
En la despedida de Nadal de los Juegos se advirtió lo que es un dobles de verdad contra una formación de dos singlistas, por más extraordinarios que sean. Los estadounidenses dominan los códigos del tenis por parejas. Se vio, por ejemplo, en el segundo punto del segundo juego.
¿Quién tiene prioridad, quién le pega? Pregunta sin respuesta ante una volea al medio de Krajicek y Ram que ni Nadal, con su zurda, ni Alcaraz, con su derecha, atinaron a devolver. Los límites de un doble de no doblistas que solo llevaban un par de entrenamientos y dos partidos juntos.
Un dobles de no doblistas que enamoró a los espectadores y que hará, paradójicamente, que muchos niños quieran probarse en la especialidad por parejas, tanta fue la energía, la pasión, el entusiasmo y la adrenalina que generaron el mallorquín y el murciano.
Los tres partidos que Nadal y Alcaraz compartieron en París son un regalo para la historia más grande y más emotiva del deporte español. O más bien del deporte, a secas. Cualquiera que ame competir, cualquiera que busque superarse a sí mismo, debería ver esos tres partidos desde el inicio al final al menos una vez en su vida. Entenderían, sin duda alguna, por qué se dice, y qué cierto es, que el deporte es mucho, muchísimo más que números, muchísimo más que una estadística. Y cuando finalmente se retire, Nadal podrá explicarlo como nadie.