OPINIÓN

Carta abierta a los papás, mamás y hermanos del rugby

Grandes historias familiares han sido, son y serán protagonistas de la actualidad del deporte oval.

Madre con camiseta Escuela Miguel Gutiérrez del CAU Madrid. /Rodrigo Contreras
Madre con camiseta Escuela Miguel Gutiérrez del CAU Madrid. Rodrigo Contreras
Rodrigo Contreras

Rodrigo Contreras

Sí, mi padre fue jugador de rugby y mi hermano también. Además de ellos, mis otros cuatro tíos por parte de padre (en total cinco hermanos), también jugaron al rugby. Aunque yo me dejé querer muchos años por el baloncesto… era inevitable, cuando entré en la Universidad, también sucumbí a los encantos del oval.

Hoy a mis 40, con más de dos décadas intentando adivinar el bote del melón, me he topado con muchos papás, muchas mamás  y muchos hermanos orgullosos de ver a sus familiares jugar al rugby.

Mucho se habla del ambiente, el tercer tiempo y todo lo que rodea el campo de las haches por fuera del césped (no hace tanto la mayor parte de los campos que jugaba eran barro), pero es difícil trasladar al aficionado que no se ha bregado en la batalla del campo, lo que allí ocurre durante los ochenta minutos que dura un partido.

La pelea, la lucha (contigo mismo y con el rival), la camaradería y el sacrificio que se vive durante un partido de rugby, es digna de una madre, de un padre, de un hermano o de un muy buen amigo. Esa, es quizás, la explicación de que cuando ves a tu hermano mayor jugar, tú quieres estar allí con él o cuando todavía siendo un niño, te enseña tu padre o tu madre a pasar un balón que crees imposible de agarrar, ese es el juego al que siempre vas a querer jugar (aunque en ese momento todavía no te hayas dado cuenta).

Creo que la mejor historia para contar, es la que uno ha vivido de primera mano y por eso estoy convencido de que tantos padres y madres han conseguido transmitir ese sentimiento a sus hijos, y los que no han conseguido inculcar el gusanillo oval a sus vástagos, siempre les quedará la satisfacción de haberlo intentado hasta el último minuto, como si de un partido de rugby se tratase.

El pasado verano coincidí en las playas gaditanas con diferentes jugadores y personas relacionadas con el rugby. Uno de ellos, legendario jugador de la división de honor española, me contaba que él aguantaba jugando hasta que pudiera jugar junto a su hijo (y es algo mayor que yo).

Hace tan solo unos días contactaba conmigo otro padre orgulloso de ver jugar a su hija en el partido de las estrellas de la Liga Iberdrola con 17 años recién cumplidos. Este caso es de los que sorprende a propios y extraños. Sus padres han jugado y juegan al rugby, tres de los cuatro hermanos también lo hacen, y si juntas a sus tíos y primos, se pueden conformar dos equipos completos para enfrentarse unos contra otros.

Por la Selección española de rugby han pasado sagas legendarias de hermanos de las que hoy han tomado el último relevo los hermanos Alonso (Alex y Martín), los Mateu (Iñaki y Guillo), los Vinuesa (Alba y Gonzalo) y las Erbina (Amaia y Lide), pero antes lo hicieron los Blanco, y antes los Souto, los Candau… y un largo etcétera.

Echando la vista atrás, vuelvo a dar con la mejor historia, la que se vive de primera mano, y así llegó a los cinco hermanos Contreras que jugaron con los hermanos Jiménez y los Romero, y que en tantas y tantas batallas se bregaron juntos y después transmitieron a sus hijos/as.

Y para mayor regocijo de mi nostalgia, cuando hoy hablo con mi amiga Elisa, jugadora de rugby, y me cuenta que ha llevado, cualquier sábado, a sus tres hijos (dos niños y una niña) a jugar al rugby, pienso en que pese haber pasado seis décadas de aquellas historias de hermanos que me contaban cuando era un niño, creo que hoy están más vivas que nunca.

Por eso no me cabe duda que el rugby es un deporte de hermanos, con un legado transmitido por padres y madres a sus hijos.