Es el puñetero final: España no es consciente del abismo que deja Nadal

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Son las 19:12 horas del martes 19 de noviembre de 2024. Pabellón Martín Carpena. Málaga. Botic van de Zandschulp, neerlandés, tiene 'match point' a favor. Estrella su primer saque en la red. El público aplaude, el público silba. Hay nervios. Se masca la tragedia. Al otro lado de la red, Rafael Nadal avanza un par de pasitos. Resta con un revés profundo, pero Van de Zandschulp responde con una derecha a la esquina. Las piernas de Nadal no llegan. Están lentas y pesadas. Su 'drive', más que forzado, muere en la red. Es el punto final. Aunque podemos quitar ya la 'n' esa. Qué más da ya todo. Es el puto final. Sin paños calientes.
Llevamos tanto tiempo digiriendo el final de Nadal que llegamos a Málaga anestesiados, como si el adiós del deportista más grande que ha nacido en nuestro país fuera un adiós más. El fallido homenaje que le dedicaron en la pista central tampoco ayudó a que nos diéramos cuenta de la magnitud del momento. Algunos nos quedamos tan embobados criticando el vídeo y la puesta en escena que no reparamos en lo realmente trascendental esa noche bajos los focos del Carpena: que tardaremos mucho, muchísimo, en recuperarnos de lo que supone la retirada de un deportista como Nadal. El dolor solo acaba de comenzar.
💔 El día que Nadal anunció su retirada, @hugocerezo dijo que teníamos que sacar un tema diario hasta su último partido. Nos pusimos a pensar con @cesarfq y buceamos en el pasado buscando historias.
— Nacho Encabo (@NachoEncabo) December 31, 2024
🧵 Un hilo con lo mejor de Nadal en @relevo en estos últimos meses. pic.twitter.com/7J2fqkCcht
Duele ver a Nadal no poder con un tenista como Van de Zandschulp, con todos mis respetos. Duele ver que su cuerpo, ese mismo que ha soportado auténticas catástrofes, no resiste ya lo que le pide la mente. Duele ver la frialdad de los aficionados durante su último partido. Duele el homenaje, si es que se puede llamar así. Duele verle quitarse la cinta de la cabeza por última vez y caminar cabizbajo a la red para dar la mano al rival. Duele verle querer y no poder.
Duelen las miradas perdidas de su equipo. Duele ver a su madre llorando desconsolada en la grada mientras España se juega el pase a las semifinales en el dobles. Duele hasta verle coger la toalla y secarse el sudor. Duelen sus últimas derechas y reveses. Duelen sus pasos. Duele ese "¡Vamos!" que grita cuando sabe que solo le queda el alma. Duele el puño cerrado. Duele todo, porque los finales duelen y porque cuando son amargos y tristes golpean el doble de profundo.

"No hay despedida ideal. Los finales de película son para las películas americanas y yo hace tiempo que me di cuenta de que no tendría una de estas", había dicho Nadal en el día de antes. Duele que tenga razón. Ese final de Hollywood habría terminado con Nadal levantando su sexta Copa Davis. Pero la realidad fue bien distinta, mucho más cruda. Más de Almodóvar que de Scorsese. Pero también con dosis de surrealismo.
Tras perder ante Van de Zandschulp, a Nadal le quedaba todavía una oportunidad de estirar su carrera profesional. El suyo había sido el primer partido de la serie ante Países Bajos y España todavía podía remontar y avanzar a las semifinales de la Davis. Entonces ocurrió algo disparatado. Según el reglamento de la Davis, un jugador tiene una hora para comparecer ante la prensa después de su partido salvo que juegue el dobles. Así que ahí estábamos, unos 100 periodistas, en una sala en las catacumbas del Carpena escuchando a Nadal sin saber si esa iba a ser su última rueda de prensa como tenista profesional.
Fue apenas un detalle, pero un detalle que concentra bien la esencia de Nadal. Porque casi todo con Nadal ha sido surrealista. Si no, cómo iba a ganar un tenista 14 veces el mismo torneo, y no un torneo cualquiera, sino Roland Garros, el más demandante de todos. Si no, cómo iba a estar jugando hasta los 38 años un tenista que se ha roto hasta el último músculo del cuerpo. Si no, de qué iba la organización de la Copa Davis a cambiar la sede de la rueda de prensa previa al torneo. El día antes de debutar en las Finales de Málaga, el balear tenía que comparecer ante los medios y, en vista de que el Carpena se iba a quedar minúsculo, los organizadores habilitaron a última hora una sala en el hotel donde estaba concentrado el equipo español. Hasta fletaron autobuses desde el centro de Málaga. Hasta el presidente de la Federación Internacional de Tenis, David Haggerty, aguardó durante más de media hora, sentado en una silla y sin hablar con nadie, como si fuera un aficionado más, a que Nadal apareciera y hablara. Vinieron casi 400 periodistas de 20 países a Málaga. Todo eso es Nadal y por eso el dolor es inmenso.

Tenemos a Carlos Alcaraz -¡Larga vida al Príncipe!-, pero nos hemos quedado sin Rey. Nos hemos quedado huérfanos. Uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde, dicen. Pero lo que no dicen es que hay que dejar pasar un tiempo desde que lo perdemos hasta que lo valoramos como se merece. Todavía no hemos comprendido lo que significa el adiós de un Nadal porque no hemos tenido nunca uno. Parece obvio, pero no lo es tanto. Hemos tenido Gasoles, Ballesteros, Xavis, Indurains, Carolinas y Craviottos, pero no hemos tenido nunca un Nadal.
Porque más allá de que no habrá -ojalá algún día Alcaraz o cualquier otro me callen la boca- un tenista español con un palmarés como el de Nadal -recuerden, 22 Grand Slam, 14 de ellos en Roland Garros y 209 semanas en el número uno-, hay un intangible en esta ecuación que coloca a Nadal muy, pero muy por encima, de cualquier otro deportista. Hablo de la emoción, de lo que nos ha hecho sentir.
Mi madre, más madridista que las mocitas que suenan en el himno, suele abandonar el salón de casa cuando los nervios le superan. Si el Real Madrid va a la prórroga, ella se esfuma. "Es que no lo puede ver", argumenta siempre. En las finales de Champions no espera ni a la prórroga. En el minuto 80 ya no la vemos. A mi madre solo la han sacado del salón el Real Madrid y Rafael Nadal.

Nadal ha conseguido -generalizo porque doy por hecho que el sentimiento que provocó en mi madre es algo que nos ha pasado a muchos- que sintamos por él algo muy parecido a lo que sentimos por nuestro equipo de fútbol. Es como una sensación de pertenencia. Somos del Real Madrid, del Atlético o del Barcelona como somos de Nadal. Rafael Nadal Club de Fútbol. R. N. C. F.
Ahí reside en gran medida la diferencia de Nadal con el resto de aspirantes al "mejor deportista español de la historia": Nadal ha estado en nuestros salones casi tanto como a nuestro equipo de fútbol. Cada fin de semana nos poníamos delante del televisor para verle campeonar. Gracias a él hemos conocemos las pistas centrales de Montecarlo, Barcelona, Madrid, Roma y París como si hubiésemos sido nosotros los que jugáramos y no meros espectadores.
Nunca hemos tenido a un deportista que nos emocione tanto. Ni tantos años. Ni tantas veces cada año. Ni en tantos escenarios diferentes. Y eso va mucho más allá del palmarés y de las victorias. No es una cuestión de ganar o perder. Tú te emocionas cuando gana tu equipo, pero esa sensación maravillosa se multiplica hasta el infinito cuando tu equipo ha conocido las tinieblas, cuando has visto a los tuyos sufrir y perder, cuando les has visto cayendo por el precipicio sin el paracaídas puesto.
Por eso, la Décima del Real Madrid en 2014 supo como ninguna otra para sus aficionados. Por la sequía de tantos años, por la agonía de verte perdiendo ante tu eterno rival y por remontar gracias a un gol sobre la bocina. Como la Copa del Rey del Atlético en el Santiago Bernabéu en el año 2013 una década después de subir de los infiernos. Como el 6-2 del Barcelona en el Bernabéu. Ganar sin sufrir es ganar, sí, pero no es lo mismo.

Y Nadal es justamente eso: un ejercicio de resistencia continuo. Le hemos visto lesionarse hasta el músculo más recóndito que nos podamos imaginar. Hemos perdido la cuenta de todos sus percances físicos y operaciones, pero también de todas sus resurrecciones. Le hemos visto levantar partidos en los que estaba muerto y enterrado. Nos hemos sentado delante de la televisión a las tres de la tarde para verle jugar una final y nos ha tenido ahí hasta las nueve de la noche. Porque nos enganchaba. Con Nadal sabíamos cuando empezaba la tarde, pero no cuándo acababa. Lo que sí sabíamos es que íbamos a acabar con él, a su lado.
Y eso es lo que quedará en la memoria de la gente: el luchador infatigable, el jugador que te gana una partida de ajedrez con dos peones, el maestro del escapismo, el tenista que aguantó 20 años entre los mejores del mundo con medio cuerpo derrotado.
A partir de ahora hay que acostumbrarse a hablar de Nadal en pasado. Era una bestia… Tenía una derecha… ¡Cómo jugaba en Roland Garros! Es duro decir y escribir "el extenista Rafael Nadal". Tardaremos en comprender la pérdida. Quizás dentro de unos meses seamos más conscientes. Cuando llegue un domingo de primavera, encendamos la televisión y Nadal no esté jugando en una pista de tierra batida. No somos conscientes del abismo. Es el puto final.