El Mortirolo del Giro'94 y la etapa que revolucionó el ciclismo moderno: "Desde entonces, todo fue diferente"
Chiappucci, Bugno y Petacchi desgranan a Relevo el día que cambió todo. Induráin sufrió una pájara sin precedentes, el Giro lo ganó Berzin y Pantani entró en todos los corazones.
La 15ª etapa del Giro'94 (Merano-Aprica Valtellina, 195 kilómetros) la ganó Marco Pantani. A 2'52'' entró su capitán de escuadra —Claudio Chiappucci— y a 3'30'', Miguel Induráin. Pero esos números no dicen nada, porque lo que ocurrió ese día en el Mortirolo es un viaje homérico dictado por el alma.
Había más de cien mil personas jaleando, y el narrador de la RAI lo contaba así: "Es una fiera humana. Tiene un pedaleo brillante. Lo que está sucediendo es algo insólito, increíble, algo que no vimos jamás". Al día siguiente, la Gazzetta dello Sport tituló "Pantani, sei un mito". No le faltaba razón.
"El Mortirolo, en nuestros años, significaba una bestia horrible. Daba miedo. Y en esa etapa, ¡cómo olvidarla! Él ganó, pero yo quedé segundo. La estrategia estaba clara: yo atacaba en el Stelvio, y él después. Yo trataba de estar siempre —rueda con rueda— con Berzin o Indurain para encontrar la posibilidad de escapar nuevamente. Así, alternándonos en estas arremetidas, podíamos haber dominado ese ciclismo durante años. Desgraciadamente las cosas no fueron así, pero cuando sucedía, dábamos miedo". Las palabras de Claudio Chiappucci desprenden un aroma ácido, de cierta amargura y frustración. Y es que El Diablo era el capitán del Carrera, el maestro, el profesor de un alumno con demasiadas ganas de emancipar y devorar la carretera a mordiscos. Marco era indómito, soberbio, y montado en la bicicleta no hacía prisioneros.
Es cierto que Pantani venía de ganar, el día anterior, su primera etapa como profesional, pero lo ofrecido en este puerto lombardo —1.852 metros de altura; 12,2 km de recorrido con pendientes que alcanzan el 18%— fue sencillamente sublime. "Gran escalador. Lo que hizo fue una gesta, además en una subida histórica. Un tipo así, con esta potencialidad, sale cada cien años. Fue la gran explosión, y desde entonces todo fue diferente". Las afirmaciones de Alessandro Petacchi obligan a inquirir en los meandros de ese 5 de junio de 1994, con Berzin en 'maglia' rosa, unos pretorianos de lujo trabajando para él (Argentin y Riis), una fuga en solitario de Franco Vona de casi 85 kilómetros y una pléyade de corredores dispuestos a enseñar colmillo: Gianni Bugno, Induráin (rey del Giro'93), Tonkov, De las Cuevas, Chiappucci y el propio Pantani, quien escaló el Mortirolo en 43'53'', transformando los durísimos giros de la subida, la naturaleza torcida en los desniveles… En meras curvas de un velódromo. Volaba mientras subía, y al revés.
"Es una cima durísima. Hay que mantener el paso para tratar de no entrar en crisis, algo que sucede fácilmente. Lógicamente era más para Marco que para Miguel. Yo, sinceramente, no estaba bien. Sí, tenía la maglia ciclamino (clasificación por puntos), pero no había opciones de nada. Fue el nacimiento de Pantani", recapitula a Relevo Gianni Bugno, el vencedor del Giro en 1990, precisamente el año en que el mundo del ciclismo descubrió el terrible Mortirolo, teatro de batallas entre partisanos y tropas nazi-fascistas durante la II Guerra Mundial. En el maravilloso libro Diario de un gregario, esto escribió sobre él Andrea Noé durante su Giro del 2004: "Sálvese quien pueda. Allí donde los dioses del ciclismo aprietan y dan todo, yo pedaleo como un hombre, un mortal. Ahora tengo que intentar que mi alma esté en paz".
La pájara de Induráin
Italia no trata al ciclismo como un deporte, sino como una experiencia profunda que alcanza esferas religiosas, masónicas, esotéricas, históricas y divinas. Uno de los escritores más importantes del país en el siglo XX —Dino Buzzati— fue el corresponsal del Corriere della Sera en el Giro'49, que ganó Coppi con Bartali segundo. Es necesario este preámbulo para la exégesis del Giro'94, que ganó un ruso, pero supuso el nacimiento de un ángel llegado desde Cesenatico.
"El recuerdo que tengo es maravilloso", relata Chiappucci, otro de los grandes protagonistas de esa maravillosa mañana, donde su compañero de equipo (el año anterior fue gregario suyo y de Roche) atacó en el último tramo del puerto de montaña, dejando a casi todos atrás. Faltaban 53 kilómetros para la meta. Comenzaba un repertorio de otro planeta.
En realidad, no estaba solo del todo. Además de Berzin (fue el Giro de los jóvenes descarados), solo Induráin consiguió tenerle cerca, sobre todo gracias a su clásica estrategia: no responder enseguida con otro ataque sino alcanzarle progresivamente con su pedaleo persuasivo y constante. Aunque también se sumó después tímidamente Cacaíto Rodríguez, prácticamente la hicieron juntos, con Miguel mucho mejor en bajada respecto a un Marco que, sin embargo, rozó picos de casi setenta por hora, una bestialidad.
Marco, a decir verdad, les había esperado para descansar y, después, triturarles en el ataque que pondría punto y final a la jornada, al relato. Nadie se esperaba lo que vendría después: en el Válico de Santa Cristina —un puerto pequeño con siete kilómetros de ascensión, aunque con rampas del 10%— Indurain sufrió una pájara descomunal, quizás resultado de haber sufrido tres puertos en menos de 200 kilómetros. Lo que iba a suponer a priori su tercer triunfo en la corsa rosa terminó en un thriller. Camino a Aprica, Miguelón no solo se estaba despidiendo de la etapa sino del Giro de Italia para siempre. Fue tercero en la general.
Porque sí. No lo volvió a correr el gigante del Banesto. Demasiado desgaste, debió pensar, infligido primero por el ruso del Gewiss en la contrarreloj de Follonica (Berzin le sacó más de dos minutos y medio) y luego Pantani, quien ganó esa etapa de junio metiéndole casi tres minutos en seis kilómetros, concretamente durante la escalada final. Puede que los últimos gramos de energía y fuerza los dejara sepultados en el Mortirolo, del que salieron —ilesos aunque con heridas— El Diablo y Berzin, cuya renta era tan grande que se podía permitir deslices como éste: cuatro minutos de retraso.
Marco Pantani, que ya había vencido el día anterior con llegada a Merano (hizo 40 km en solitario), fue segundo de ese Giro. Quizás el ganador moral de una corsa aristocrática con ídolos del pueblo. Porque nunca se habló estrictamente de deporte cuando aparecía el Giro de Italia. Era probablemente la excusa para soltar las emociones más sentidas de un país con una sensibilidad especial para los detalles, para la retórica, para la imagen.
Esto dicen las crónicas de la primera edición (1909) en su penúltima etapa, ensalzando al virtual ganador, pero sobre todo honrando los supervivientes: "En el camino hacia la apoteosis, como en los últimos cantos de la Ilíada cuando el inmortal ciego está a punto de hacernos llorar encima del cadáver del domador de caballos, Héctor… El lector escéptico (vendría bien uno para polemizar con lo de Don Quijote y los molinos de viento) observa que a Homero se le está molestando por una simple carrera de ciclistas cuando él, en realidad, ignoraba la bicicleta". No se entiende del todo, pero el decorado es supremo.