Todo queda en la sonrisa de Dembélé

Uno había olvidado la crueldad casi atávica de este deporte. Sobre todo la de la Champions League. No hay competición que condense en tan pocos minutos tantas historias, tantos miedos y vergüenzas. Tantos sueños destrozados. Esta derrota duele tanto como cualquier otra en Europa, pero en el fondo, y lo verán cuando pasen unas horas, unos días, o unas semanas, hay algo a rescatar a diferencia de las otras que causaron el trauma. Nunca, en ninguna otra, hubo tanta desgracia con sonido a tragedia griega como en esta y aún así, el culer se fue como uno se va de las historias que le duelen y persiguen durante tiempo pero de las que sabe que habrá algo que rescatar.
Todo queda en la sonrisa de Dembélé. El francés apareció para recordarle al culer el pasado que quiere enterrar. Uno que durante minutos creía olvidado, con el regate de Lamine Yamal dejando seco a Nuno Mendes y Raphinha volviendo a dejar en evidencia el legado del francés, Ousmane apareció para marcar, siendo preciso, quirúrgico, de una forma que hasta la fecha nunca había sido. Su sonrisa final, mirando con sorna el estadio que tenía que haber sido el suyo este curso, hirió el orgullo de una afición que vio como el guion del partido lo había escrito la peor de las personas en esta tierra.
El aficionado se había acostumbrado a la derrota, a una forma de perder concreta que ya no dolía porque había llegado a ese punto tan bajo y triste de que el dolor te es indiferente. La realidad era un sedante y el culer traducía cada humillación con estoicismo. Pero en la ida, algo hizo click. El Barça compitió (y ganó) como hacía años que no se veía, mostrando un orgullo y una competitividad enterradas y eso abrió una esperanza que antes no existía: el Barça pasó de incógnita a realidad, de defender una inferioridad a un resultado a favor. Perder ya no daría lo mismo porque era imposible no imaginar lo que había detrás de la cortina: el problema en no ganar esta eliminatoria es abandonar el mundo que te construyes entre un partido y el otro.
En cierta medida, los culers se habían imaginado su nueva casa. Las paredes recién pintadas, el comedor iluminado, la madera renovada. Renunciar a esto es terrible porque implica decir adiós a algo que ya creías tuyo, que te pertenecía. La Champions no permite soñar en algo que no te pertenece porque siempre te lo termina arrebatando, no puedes vivir en algo que no es tuyo.
Hacerte mayor es sobre todo aprender a minimizar y relativizar la ilusión. Eso es lo que el culer tiene que tatuarse a fuego en su memoria, que ya había olvidado lo que suponía ilusionarse y volver a sentir ese fuego interno e noches grandes y sueños prometidos. El fútbol te fuerza a ilusionarte y perder eso que has cultivado con tanto mimo a una velocidad de crucero, demasiado alta como para que uno no se vuelva loco. En días como hoy, con Dembélé recogiendo el premio al mejor jugador, es imposible no pensar en quién escribe este deporte, en qué mente tan perturbada y cruel cabe un final así. Lo peor no es la derrota, sino la negación total y absoluta a un mundo que tú, culer, ya habías imaginado.
El partido de hoy sirve para que los que han crecido con Lisboa, Anfield y Roma como únicas noches europeas hayan podido forjar una derrota distinta en la que las lágrimas eran las de Lamine y Cubarsí, que con 17 años son ya patrimonio del club y suman a sus espaldas una eliminatoria que convalida cualquier elogio. Puestos a perder, que es algo que sucederá mucho más de lo que se desea, que sea bajo noches como esta, donde hay más orgullo que indiferencia, más deseo que desidia.