OPINIÓN

Lamine Yamal lleva meses engañando

El mejor verano de nuestras vidas siempre es el que ya ha pasado. El que no volverá. No por improbable, sino porque los veranos que se suceden, los que ya no están, toman un color distinto justo al acabarse para convertirse en míticos. Así, uno termina endiosando pachangas en la playa y tardes de piscina remolonas, como eternas bajo un sol de justicia. Pocos superan el de los 16, ese lapso de tiempo donde uno se ve mayor como el que más, pero todavía sin las responsabilidades de la vida adulta. Eternidad al cuadrado. Pero Lamine Yamal, un adolescente con cara de niño que toca los timbres antes de salir corriendo, amenaza con darle la vuelta al orden natural de las cosas. Este no será su mejor verano. Será el primero.

Habrá que decir que aquellos mentirosos que filtraron una edad errónea en Lamine, diciendo que su pubertad era adultez, tienen una disculpa. Yo les entiendo. Lamine Yamal lleva meses engañando la experiencia del ojo humano, como si de repente un bebé recién nacido se pusiese a hacer la renta y a plancharse la corbata nada más salir de la cuna. El reloj biológico de Lamine Yamal va por la misma ladera que la del resto, pero hay algo en su forma de moverse, su sapiencia precoz, una mente preclara de druida que sabe la Verdad del juego antes que el resto sepan leer. La naturaleza le puso cara de pillo, de niño por amamantar, para formar así el mayor engaño que ha sufrido el ser humano. Un sabio vestido de crío.

La jugada del gol merece una nota a pie de página. El de Rocafonda no dudó en sacarle a bailar sin mediar palabra, como un acto de superioridad insultante, como si de repente el mosquito aplastase al elefante, a la verborrea incapacitante de quien le retó sin ver que, en realidad, el mosquito era él. Nadie vio al elefante en la habitación. Y Lamine le aplastó con una suavidad terrorífica, firmando una rosca de una frialdad ártica. "No pasarán", dijo Francia. Y Lamine no pasó, arrasó.

«El destino lo pone todo en su lugar» Relevo

Quizás lo que choque más no sea la jugada del gol, su primera imagen icónica cuando aún no puede votar, sino lo que vino antes y después, un recital de estar por casa, de pantuflas y pijama. No hubo una decisión que flaqueara, un pase que dudase, un recorte que sobrase: todo en Lamine es de una pulcritud soberbia, como sin la madurez, aquella cumbre que se alcanza a los veintitantos, le hubiese sido dada al nacer. El estoicismo y la calma de un veterano en un cuerpo todavía frágil. Descubren así, de una forma absoluta y diferencial, los que renegaban del talento por su edad, por su procedencia o por vete a saber qué, porque en una época de barreras y trincheras, Lamine Yamal demuestra que el talento solo obedece a su propia pulsión. No será el mejor verano de Lamine. Será el primero.