Racismo, violencia, miedo y alcohol: el día que los ingleses se alegraron de que su país perdiera la final de la Eurocopa
Un documental fantástico de Netflix resume a la perfección cómo Londres estuvo a punto de vivir una tragedia en la final de 2021.

Después de toda una vida de fracasos europeos, Inglaterra juega ante España su segunda final consecutiva de una Eurocopa. La diferencia es que esta vez no la juega en casa, ante su público, con la prensa martilleando todo el día el "It´s Coming Home" de los Lightning Seeds con la ayuda de Frank Skinner y David Badiel. Los coros de "Sweet Caroline" llenando los estadios llenos de camisetas blancas y caras rojas, como recién salidas de una tarde de sol en Ibiza.
Es muy buen momento, por lo tanto, para repasar el fantástico documental "La final: caos en Wembley" que tiene Netflix en su catálogo. No es intención de los productores recrearse en el torneo ni hablarnos demasiado de fútbol: es una crónica, sin más, de lo que fue el 11 de julio de 2021, cuando el Covid aún influía en nuestras vidas, las aglomeraciones estaban mal vistas e Inglaterra optaba a su primer título internacional desde 1966. Empieza con unos cuantos personajes relevantes: la familia italiana que lleva a su hija a ver el partido, el miembro de seguridad paquistaní, el hooligan moderado, los encargados de vigilarlo todo por las pantallas…
Y así, poco a poco, empieza el drama. Lo que iba a ser un día de alegría y festejo, un día de esperanzas cruzadas, se va convirtiendo en otra cosa. Una especie de Magaluf en las afueras de Londres. El acceso a Wembley se empieza a llenar desde la mañana de aficionados sin entrada, cada vez más borrachos, cada vez más agresivos, cada vez más violentos. El alcohol corre sin freno mientras unos bailan encima de los autobuses y otros amenazan a los pocos italianos que se atreven a acudir a la final desorganizados. Su miedo al botellín partido, al puño alegre o al punzón disimulado.
La historia de una sociedad crispada
En realidad, si se piensa, todo el documental gira en torno al miedo. El miedo a lo que pudo haber pasado. El miedo de la familia italiana, sí, pero también el miedo del pakistaní acostumbrado a ser tratado como ciudadano de segunda y que se sabe objetivo perfecto de los ultras. El miedo de los que tenían entradas a no poder acceder siquiera al estadio y el miedo de los que fueron a ver qué caía a que al final no pudieran colarse. Por encima de todos, el miedo de los que dirigían aquello y de repente se vieron superados.
Y es que, a mitad de la tarde, el jolgorio se convirtió en caos. Miles de espectadores entraron en el recinto limitado de Wembley -recordemos, tiempos Covid- sin separaciones ni mascarillas ni nada que se le pareciera. A base de empujones e intimidación, fueron ocupando los asientos libres por precaución o directamente los de los pringados que se habían gastado sus 200 o 300 libras. La historia de "La final" es la historia de una sociedad completamente salida de madre y uno intuye que el fútbol es solo una excusa. Una sociedad donde el alcohol manda y donde las reacciones son incontrolables.
Los de seguridad bloquean las puertas, pero es peor y las abren, pero entonces se cuelan más y las cierran de nuevo. Las brechas se abren en cualquier acceso, todos atentos a los móviles para ver en redes sociales donde está el eslabón más débil de la cadena policial. El padre abraza a su hija de doce años y pide, por favor, que les lleven donde están los demás italianos, que ni ellos, que viven ahí, habían previsto eso, mientras la agresividad crece y crece, a la espera de un inicio de partido que no llega nunca.
El partido, es decir, la final
Hasta que llega, claro. Y ahí, el documental entra en una especie de limbo, porque, claro, ¿cómo seguir ignorando el deporte? El gol de Shaw nada más empezar la final -Sweet Caroline… lolololo- y el empate de Bonucci a mitad de la segunda parte. La prórroga tensa y arrastrada, en la que Italia empieza a demostrar que es mejor, que tiene más recursos, que los 120 minutos contra España pesaron menos que los que Inglaterra tuvo que disputar contra Dinamarca, aquel penalti absurdo que convirtió Harry Kane.
La ansiedad ante la Historia, los extraños cambios de Southgate, la euforia y el pesimismo, el bajón del alcohol y las pastillas. La cara del director de seguridad mientras mira las pantallas y comprueba que todo Wembley sigue sitiado, que no se han movido de ahí, que han seguido bebiendo y que se prevé una nueva avalancha para los penaltis o, como poco, una celebración masiva, descontrolada, si Inglaterra gana. Y ahí, este hombre, perdido entre sus imágenes, inglés como él solo, reconoce: "Lo único que queríamos era que Inglaterra perdiera… porque, si ganábamos, no sé cómo habría acabado eso, no sé cómo les habríamos controlado".
Solo que Bellotti falla y Maguire marca. Primera ventaja inglesa. Bonucci empata a dos, pero los locales siguen teniendo un lanzamiento más. Tres opciones que han de convertir si quieren ser campeones de Europa. Tres opciones que Southgate deja en manos de tres chavales criados en el extrarradio: Rashford, Sancho y Saka. Tres chavales con la piel prohibida, la piel que temen los defensores del "gran reemplazo", que son multitud en el mundo anglosajón, más que aquí, que solo estamos empezando en esto de mirar la realidad según el color de quien nos representa.
Y, de repente, el odio
Y así, como en una tragedia shakespeariana, los héroes acaban sucumbiendo a su destino: primero falla Rashford, luego falla Sancho y, cuando Pickford ha dado una última oportunidad de redención a sus delanteros parando el lanzamiento de Jorginho, llega Bukayo Saka y la tira contra el muñeco. Italia, campeona. La seguridad, aliviada. Los ultras, cariacontecidos, derrotados, hartos de un día entero de excesos, se alejan como se alejan los zombis en una película de Brad Pitt mascando su odio hacia el mundo.
Ese podría ser un buen final, pero no lo es. Todos lo sabemos porque lo recordamos. Rashford, Sancho y Saka. Las redes se llenan de insultos que no son insultos a jugadores por sus errores, son insultos a seres humanos a los que se trata como inferiores. Son insultos que se lanzan contra una raza y por extensión contra una comunidad. Contra el millonario que vuelve lloroso a su mansión y contra el paquistaní sospechoso que intenta no cruzar la mirada con nadie, no dar ninguna excusa a la represalia.
Y ahí, sí, entre los insultos y las posteriores disculpas -que volverán con el fallo de cualquier otro penalti decisivo en cualquier otro momento, tal vez, ojalá, este domingo- ya acaba el documental, que uno no sabe si trata de deporte, si registra un drama social o si relata con pulso crecientemente acelerado una posible tragedia. Probablemente, las tres cosas. Solo han necesitado tres años para volver al mismo punto y decenas de miles de hooligans cruzarán el viernes el canal para desembarcar en el continente. ¿Habrán aprendido algo de su pasado reciente?