En el All Star de la Eurocopa lo mejor son los nombres... y ni eso

Siempre nos engañamos de la misma forma. Nos autoconvencemos de que Inglaterra, Francia y Portugal jugarán, ahora sí, de la forma en la que sus nombres prometen, haciendo justicia a un ramillete de estrellones sin parangón en el resto de combinados europeos, creyendo que Southgate, Deschamps y el recién llegado Roberto Martínez destaparán el talento, desatándole de ese poso de inferioridad autoimpuesta, como si los mejores entendiesen que la única forma de serlo no es demostrándolo, sino todo lo contrario. Y la Eurocopa, en esta primera apasionante jornada, se ha encargado de recordarnos que si es un torneo distinto es porque se encarga de dibujar como a las selecciones más divertidas a Rumanía y Turquía, desterrando en el olvido colectivo a aquellas que acumulan más talento.
Una de las máximas de este juego es que el fútbol es de los futbolistas. Y la lógica te lleva a pensar que cuanto mejores jugadores tengas, mejor vas a jugar. Para que esto suceda, que en el fútbol 2+2 a veces no son 4, es imprescindible encontrar la fórmula exacta para que aquellos jugadores que en sus clubes lideran de una forma concreta, en la selección lo sepan hacer de una forma distinta. Hay que ceder. Esto es una relación en la que todo el mundo quiere su cota de protagonismo, sus privilegios intactos, y mientras en la cocina se amontonan los platos sucios, el bebé sigue llorando sin que nadie le atienda. Y ahí es donde Southgate y Deschamps han entendido que la mejor forma de hacer que esto funcione es construyendo un espacio donde casi todos ceden. Hasta la diversión.
Con Portugal las expectativas eran distintas. Después del periplo de Fernando Santos había curiosidad por ver cómo gestionaba Roberto Martínez a un equipo maduro, talentoso y de mucha flexibilidad. Ante la República Checa, las intenciones fueron solo esto, intenciones. Mucho movimiento, con Cancelo siendo un interior más que un lateral, y con Bruno Fernandes, Vitinha y Bernardo Silva moviéndose constantemente, y lo que podía prometer un juego de mayor calidad, más dinámico y lúcido, terminó enquistándose en una rueda de pases sin demasiada mordiente, como si se diesen por pura inercia, algo que solventó la suerte que corren junto a Francia e Inglaterra: un banquillo descomunal, arma de destrucción masiva en torneos tan cortos.
Habrá quien señale, de forma avispada, que sí, que muy bien, pero que Francia ganó un Mundial y fue finalista en otro, Inglaterra llegó a la final de una Eurocopa y Portugal ganó otra. Los resultados convierten anécdotas en mantras, puntos fatídicos en explicaciones divinas, de ahí que nunca se pueda leer en base al que gana o al que pierde, porque el juego solo se explica a través del juego. Hay que decir que en este tipo de torneos, la incapacidad de construir algo distinto radica en la escasez de tiempo para ello, y que quienes más poseen, más estrés generan a la hora de elegir perfiles y dibujar un vestido que les sienta bien a todos.
Aún quedamos los que resistimos a toda lógica y miramos a estas selecciones negando que sean una colección de cromos que solo iluminan el escenario cuando se encienden, incapaces de encontrar en el compañero un apoyo para que cobre sentido el colectivo más allá de la machada final, a la que solo uno podrá acceder. Por eso disfruto más con Italia o Alemania, equipos con jugadores de primer nivel que no renuncian a una idea que les mejore y les fortalezca, pensando en el juego como motor de todo lo demás. Porque los All Stars están bien una vez al año como festín y bacanal de un talento que se exhibe sin ninguna otra razón que la de existir. La Eurocopa es aquello que sucede mientras tú sigues emperrado en cómo va a jugar Inglaterra de bien el siguiente torneo. Todo para terminar diciendo en voz baja que Deschamps, de nuevo, tenía razón.