OPINIÓN

El Sevilla está como está (entre otras cosas) por entregarse a Sergio Ramos

Sergio Ramos besa el escudo del Sevilla en uno de los últimos partidos de esta temporada. /GETTY
Sergio Ramos besa el escudo del Sevilla en uno de los últimos partidos de esta temporada. GETTY

Sin ser el mejor, Sergio Ramos es uno de los centrales más brillantes que han visto mis ojos. Su currículum está fuera de toda duda. Y su entorno siempre ha gozado de mi máximo respeto por la gran gestión de su carrera en lo más alto, hasta que aceptó filmar un documental para Prime Vídeo que hace sangrar los ojos. Pero el tiempo pasa y los roles mutan. También debo decir que idolatraba a Manolo García y ahora, si lo tuviera cara a cara, le diría que borre al menos setecientos adjetivos de cada una de sus últimas canciones.

La diferencia entre un veterano al que se mira con devoción y un veterano que empieza a crear controversia es el grado de honestidad con el que se enfrenta al espejo. A todos nos cuesta aceptar las canas, las arrugas y que lo que fuimos un día hoy sólo está en nuestras cabezas. Ramos (37 años) debería preguntarse por qué en el Real Madrid se abrazan por haberse mantenido firmes con el pulso que subliminalmente propuso, quién le echa de menos a estas horas en París y, sobre todo, por qué Luis de la Fuente, su entrenador cuando volaba en juveniles en la carretera de Utrera, no piensa citarlo con su Selección por temor a que su influencia sea más decisiva en el ambiente que en la competición.

Viendo al central en este regreso a España, con la bronca de su actual afición tras la debacle europea, mi memoria recupera cientos de imágenes que cualquiera de nosotros(as) hemos vivido en un vestuario. Y pese a que chirría poner frente a frente la situación amateur con la profesional, en el fondo, bien mirado, la categoría da igual al comparar comportamientos y humanos. Los estereotipos de regional se extrapolan a la Champions.

Sé que a muchos les engancha el camero porque está en todos lados y demuestra más compromiso que nadie, pero justo por ese protagonismo desmedido recuerda a ese experto futbolista que llegaba al campo con los cascos, el neceser bajo el brazo y una mezcla de olores entre café colombiano y ungüentos antinflamatorios. Ese que, ya en la caseta, hacía sonar más que nadie los tacos de aluminio. Al que en sus últimos coletazos dormía con el brazalete abrochado, que tenía un ritual de torero al vestirse, sin faltarle todo tipo de complementos, desde la diadema y las mil fotos de santos en las espinilleras, pasando por un buen sello, el pelo mojado y la cadena con la patrona. A ese mismo jugador que daba voces sin venir a cuento antes de saltar al verde. "Vamos, vamos equipo, nos los comemos".

Uno ve a Ramos y tiene ante sus ojos a ese mismo capataz futbolístico que, tras liderar el grito de guerra en las entrañas del estadio, se le quedaba corta la actuación y empezó a proponer otro nuevo toque de corneta en el césped a ojos de todo el mundo. Ese que coordina el saque de centro, que quiere tirar todas las faltas pese a que no marca una desde infantiles, que no hay quien le quite el balón de las manos si hay penaltis, el que radia todo el partido, atormenta al colegiado, hace aspavientos para sacar la defensa para que todo el mundo compruebe su liderazgo, que silba a lo pastor para presionar o recular y que al final, ya exhausto de tanta parafernalia, se propone voluntario para atender antes que nadie a la prensa. Ya sea para dar la cara en la victoria o para que se la partan con la derrota. Uno espera ver en el final de una carrera a Puyol y percibe a Javier Gutiérrez en el teatro.

Y si algo me ha enseñado el deporte, como activista u observador, es que la buena capitanía, la de verdad, la que irradia admiración, se ejerce en la sombra con más hechos que palabras. Y que no hay decisión más sabia en la vejez que dar paso a la savia nueva desde una secundaria posición. Con Ramos, el Sevilla se ha dejado embaucar, creyendo que fichaba a la promesa que un día tuvo o al madridista que marcaba el paso. Y me da que ha tropezado al entregarle las llaves de la nave y existe una amenaza seria de que todo pueda enfangarse. Y no por reclutarlo de nuevo. Eso es un acierto. Es el fichaje de fichajes. Tiene nivel para estar donde está y para ser un jefe en la defensa. No sobran voluntarios que se dejan el alma. Sin embargo, el internacional ha entendido desde su llegada que ahora más que nunca, por devoción, le han dicho que sea ante todo el capo. Y eso es un problema.

Esa percepción, que la tiene él y cala en el resto, le lleva a actuar -sin mala fe, creo, pero con mala pata- como si el Sánchez-Pizjuán fuera la extensión de su cortijo. En Lens, a mi juicio, el Sevilla necesitaba de todo menos otro dardo envenenado. Y él se dio un desahogo personal. Bastante tiene la entidad ya con la penosa racha de resultados, las duras pérdidas económicas y los palos que le llueven a diario. Un jefe ejemplar, puestos a fantasear con la perfección, hubiera ayudado a Mendilibar en su día cuando todo tenía solución, como ahora se desvive por Diego Alonso entre el sonrojo y las ruinas. Pero si no lo hizo antes y ahora sí es porque el estilo, las formas y las normas de uno no le cuadraban ni le dejaban ejercer, y el otro le da la cancha y el peso que necesita para vivir.

Los caciques son así. Aunque nos cueste descifrarlos. Y él, que es una esponja, me da que se fijó demasiado en cómo mandaba Raúl en Valdebebas en vez de poner el foco en cómo lo hacía Casillas con España. Aun así, se dijo que Ramos empujó más que nadie para que llegaran al Bernabéu Lopetegui o Zidane por segunda vez, para que tiempo después saliera Solari y para que Florentino no se atreviera a negociar con el sargento Antonio Conte, y no me lo terminé de creer. Ni Di Stéfano mandaba tanto y hay muchas leyendas urbanas. Pero la duda aparece cuando la historia se repite. Tiempo después, un buen allegado de Pochettino me contó que el argentino y el internacional se distanciaron el día que el técnico le puso a calentar, con el PSG, en 2021 en casa del City y al final no le sacó. Al acabar el compromiso, el defensa fue rajando de lo lindo por todas las esquinas porque su entrenador, que curiosamente se marchó pocos meses después, no sabía con quién se jugaba los cuartos.

Está claro que todos los capitanes no son Iniesta ni Navas. En las formas y en los tiempos. Y lo que debe hacer un futbolista mayormente es jugar si no quiere acabar en una de estas situaciones (o incluso en todas): sentado, pitado o desplazado. Sucede así en la élite y en el barro. Lo dice un modesto tercerola que un día, empoderado por el pasado y una directiva, contribuyó a que no continuara un respetable entrenador, que favoreció la llegada de un colega al banquillo y que acabó, por justicia divina, sin brazalete, sin la titularidad, sin el amigo, sin tener la conciencia tranquila hasta hoy y, lo peor de todo: sin fútbol.

No hay nada como mirarse al espejo -aunque sea tarde- y reflexionar debidamente mientras suena -eso sí que fluye, Manolo- El Último de la fila. Ramos y el Sevilla están a tiempo.