Amancio: "Me llamaban chupón y a mucha honra. Cada regate era un cara o cruz excitante"
Siempre me he preguntado cómo serían los regates de Amancio en color. Los recuerdos, las imágenes, las fotos... siempre nos los traen en blanco y negro. Allí estaba él de blanco inmaculado, unas veces con el ocho a la espalda y otras con el siete, controlando de espaldas con su cuerpo como escudo del balón y caracoleando preferentemente hacia la derecha, para salir por su pierna no buena, sino fantástica. Cuando tenía la oportunidad de recibir de frente a la portería contraria, se plantaba enfrente del defensa. Mano a mano. El balón, fijo, era el capote. Sus piernas bailaban sobre sí mismas. Fintaba, amagaba y se iba... Regates cortos, secos que lanzaban su velocidad punta.
Esa forma de interpretar el juego le elevó a la élite futbolística mundial llegando a formar parte de la selección de la FIFA en Maracaná (6-11-68) al lado de Pelé, Yashine, Beckenbauer, Puskas, que después sería su compañero... pero también le supuso alguna contrariedad. Su fútbol nunca fue bien entendido. Incluso por alguno de sus entrenadores. Llegó al Madrid procedente del Deportivo como ocho, como interior. Miguel Muñoz le convirtió en un siete "y cuando se fue Di Stéfano incluso llegué a jugar en punta, de nueve porque Grosso se echaba para atrás". Su frustración fue no haber jugado toda su vida de interior. "Con el paso de los años me arrepentí de no haberle dicho a Muñoz que yo quería jugar por dentro, no en la banda, esperando que alguien se acordara de mí y me la diera, si es que me la daban".
Sobre su juego siempre lo tuvo claro. "Algunos no entendían el riesgo que conllevaba y me decían que si me creía que el balón era mío. Es algo a lo que me fui acostumbrando con el tiempo porque también muchos aficionados y periodistas me decían lo mismo, que era muy individualista... Me llamaban chupón y yo pensaba que a mucha honra. Los jugadores a los que nos gustaba el regate, el desborde, el caracoleo sabíamos que a veces teníamos que quedarnos con la pelota más tiempo de lo normal. Era un cara a cruz excitante. Cuando el defensa te quitaba el balón te llamaban chupón, pero cuando dejabas al contrario sentado en la hierba, la gente gritaba 'olé, olé...' y decían que eras una maravilla. Era mi juego. Nunca intentaba menospreciar al contrario. Si a veces regateaba a uno y me paraba no era para regatearle otra vez, era porque no tenía a quien pasar o buscaba otra alternativa del juego. El defensa al que regateaba ya no me volvía a ver".
Por esa particular forma de entender el fútbol, siempre tuvo una cruzada pública con los árbitros. "Y menos mal que con el tiempo aprendía a saltar. Les venía venir y saltaba. Cada vez saltaba mejor. Entendía que la primera patada que me daban era sin querer. La segunda, simplemente mala suerte y a la tercera era ya cuando me mosqueaba. Nunca ningún árbitro me pudo explicar cómo un delantero creador, que jugaba al ataque y marcaba goles pudo ser expulsado ocho o diez veces en toda mi carrera. No me echaban por dar patadas, me echaban por quejarme de las patadas que me daban o por pedir explicaciones al defensa o al mismo colegiado. El problema no era mi juego, era que los árbitros permitían todo. Te daban patadas de medio cuerpo hacia arriba para que no cojearas, ni nada. Una vez un árbitro, Zarriquiegui, cuando fui a quejarme me dijo: 'Pues mételes tu una plancha, un plantillazo".
Hubiera sido de los caros
Muchas veces me he preguntado cuánto valdría ahora en el mercado un talento como el suyo. Regate, velocidad y gol, muy cerca de los 250 en su carrera profesional. Aconsejo a los jóvenes y a los menos jóvenes que se lancen a Youtube para rescatar las pocas imágenes que nos muestren sus amagos, sus pausas, sus aceleraciones. No eran como los de Gento, lanzadas en carrera larga. Eran en espacios reducidos, con el entonces llamado cuero pegado al pie como si llevara un velcro. No me extraña que le cosieran a patadas. Entradas alevosas que le llevaron al quirófano y le quitaron como mínimo un par de años de vida futbolística.
Ahora que lo pienso no sé por qué, pero a Amancio, el dueño de todas las líneas precedentes y las venideras, siempre le llamé Amaro desde que me concedió el honor de su confianza. Me gustaba hablar con él de su fútbol. En el verbo tenía la misma intención que en la puntera de sus botas. Retranca pura. Decía lo que pensaba. Se había ganado el derecho a hacerlo. En realidad siempre debió ser así, aunque de más joven se cortaba o al menos así lo contaba. "El día que se formalizó mi fichaje por el Real Madrid comimos en el club 31 y yo llevaba una cazadora de piel vuelta, que estaban de moda. Raimundo Saporta, que era la mano derecha de Don Santiago, por hacer una gracia me dijo que dónde había dejado las ovejas. Me tenía que haber levantado y haberme ido en ese momento. No estuve fresco de mente".
Eso que ganó el Real Madrid porque ya por aquellos tiempos, verano del 62, era el futbolista más cotizado de España con el Barcelona y el Atlético cortejándole hasta el punto que tuvo que ser don Santiago Bernabéu en persona quien, en una escapada secreta a La Coruña, cerrara su fichaje y así su Junta directiva no lo pudiera echar atrás. En las arcas del club no había los 10 millones de pesetas necesarios y cuatro jugadores, entre traspasados y cedidos, que costaba su fichaje.
Un conversador único
Amaro siempre fue un gran contador de historias. Se aprovechaba de su excelente memoria. "El primer partido que jugué con el Real Madrid fue un amistoso en Accra (Ghana) contra el Black Star. Nos repartieron las camisetas y la mía no llevaba escudo. En un principio me sorprendió. Comenté algo y Di Stéfano, que estaba a mi lado, me dijo que para llevar el escudo en esa camisetas había que sudarla antes. Entonces me lo creí. Con el tiempo me enteré que fue por casualidad. En el siguiente partido, en Casablanca, en el trofeo Mohamed V, también me pasó otro detalle curioso. Los recogepelotas iban de blanco y en una de esas le pasé el balón a uno de ellos. Me equivoqué. Alfredo, otra vez, se acercó a mi y me dijo. Usted váyase para arriba que creo que esto no es lo suyo. No organice usted el juego que para eso estamos otros... Me fui corriendo, claro".
Dos anécdotas que le dejaron bautizado. Ya sabía lo que era el Real Madrid. Y fueron pasando los años (14). Las Ligas, nueve. Las Copas, tres. Aquella final de la Copa de Europa del 66, la de los ye-yés, de la que siempre estuvo muy orgulloso y en la que marcó el gol del empate. "Es que éramos todos españoles". Para orgullo, también, la Eurocopa del 64 que ganó con la Selección y en la que durante cuatro décadas había sido quien había dado el pase del gol decisivo a Marcelino... hasta que aparecieron unas imágenes en las que se veía que el centrador había sido Pereda...
Después, Amaro se hizo entrenador y en su maravilloso Castilla campeón de Segunda (1983-84) fue el profesor que modeló a la Quinta del Buitre para que su propio maestro, su adorado Di Stéfano, los fuera subiendo uno a uno al primer equipo. El banquillo comenzó a quemarle y lo dejó. Malas experiencias de las que casi nunca quería hablar. El tiempo le llevó a ser uno de los hombres de confianza de Florentino Pérez. De consejero pasó a presidente de honor. Amancio siempre seguirá siendo Amaro.