OPINIÓN

Miguel Ángel Rodríguez no es el único

Miguel Ángel Rodríguez, a la izquierda, en una imagen de archivo junto a Isabel Díaz Ayuso./ JAIME GARCÍA
Miguel Ángel Rodríguez, a la izquierda, en una imagen de archivo junto a Isabel Díaz Ayuso. JAIME GARCÍA

Igual que se suele decir en el gremio que la mejor escuela para escribir debidamente es haber pasado por la sección de sucesos ―donde prima la concisión y la confirmación de los hechos―, siempre digo que si un periodista ha trabajado en deportes al filo del cierre de edición y el posterior envío a imprenta, está preparado ―y no exagero― para cubrir cualquier acontecimiento bélico alrededor del mundo.

Que Enric González, por ejemplo, haya hecho ambas cosas, como tirar dardos a Berlusconi y contar lo que pasaba (y lo que no) en el Golfo o Jerusalén, motiva y marca el camino.

Escribir sobre Alejandro Blanco, Javier Tebas, Luis Rubiales, el CSD que depende del mismísimo Gobierno, la Superliga y otros poderes fácticos, clubes con presidentes poderosos y tantas estrellas con cientos de intereses y miles de fieles detrás tiene sus consecuencias. Muchas veces no se aprecian o palpan. Pero se sienten y digieren en silencio, porque el maltrato está tristemente incorporado a la vida y el mal, demasiado blanqueado. Pero siempre, sin pretenderlo, se muestra en forma de insomnio, en una nutrición desordenada y compulsiva y, sin excepción, en la acumulación de arrugas y canas por tener que sacar las garras tantas veces contra marea y dar más de una explicación. El periodismo, al que algunos pagarían por enterrar, sigue siendo una profesión de riesgo. Lleves o no chaleco. En Las Rozas o en Moscú. Por mucho que los que vivimos de ello, por ahora, seamos dichosos y privilegiados. Porque lo somos.

Aunque a muchos les parezca casi un pasatiempo hablar de fútbol, en este oficio a prueba de bombas hay mucho de inmediatez ―con los nervios siempre a flor de piel­―, de exigencias con la rigidez de los horarios, de estrés con los directos, de seguimiento a cada paso dado por la afilada espada de los aficionados, de fact-checking con el tuit que un día pusiste con el vermut en la mano, de múltiples careos con las fuentes, de la dolorosa incomprensión de los que te pagan y deberían defenderte y de las manidas amenazas de los protagonistas por las historias que relatas. Por eso, leyendo lo que se cuenta últimamente en la prensa generalista sobre las malas formas de Miguel Ángel Rodríguez ―guía de José María Aznar en su tiempo y ahora escudero de Ayuso―, me ha dado por pensar en la cantidad de afiliados a su escuela que se dejan sentir, en el anonimato y a diario, en los estadios.

Si MAR (Miguel Ángel Rodríguez para los amantes de las siglas y el misterio) ha presionado, insultado, amenazado y hasta vejado a varios periodistas de diferentes medios, como narran, en el ejercicio de su profesión como director de comunicación, como censor, protector o cortafuegos ―lo que quiera dios que se crea que es, porque no tengo el gusto de enfadarle―, otros muchos y otras muchas como él campan a sus aires en el mundo del deporte. Y a lo mejor, bien meditado, es bueno que empiecen a entender que, aunque no convenga revolver el pasado ni poner nombres y apellidos a cosas que han prescrito y por las que igual ya se han confesado aprovechando esta Semana Santa, queden avisados de que no lo van a poder hacer de nuevo. La era del Me Too ha llegado para quedarse.

La manida forma de algunos tiburones de la comunicación, y del (mal) asesoramiento, de pedir cabezas, levantar el dedo, perder las formas, alzar la voz, llamar directamente al dueño del negociado y faltar al respeto se debe acabar para siempre. Puestos a pedir, es preferible discutir con un gerifalte directamente que con sus guardianes y pelotas. Si Whatsapp activó la función de los mensajes temporales para no dejar huella, seguramente sea por un convenio colectivo alcanzado con todos estos bichos.

Antes, en el siglo pasado, no existían apenas esas agencias de comunicación mastodónticas que ahora protegen a los deportistas y les alejan muchas veces del pueblo y de la realidad. Pero las formas siempre han sido parecidas. La mala baba es tan antigua como los pergaminos. La diferencia es que antes era Jesús Gil quien te amenazaba directamente de muerte y ahora es un empoderado correveidile el que te escribe con emoticonos de que tienes los días contados. Son esos mismos que en el dossier de prensa que le envían a su amo, con la llegada del alba, subrayan dónde reside concretamente el enemigo.

También los hay buenos. Muy buenos. Pero desgraciadamente son minoría, así que convendría ponerles en valor. Con el CSD siempre ha dado gusto debatir acaloradamente. Antes y ahora, pese a que el casero cambia de inquilino a cada rato y siempre se mueven los muebles. La gente de basket es otra liga. En AFE, que ha tenido que soportar portadas errantes de "cohecho" siempre dan los buenos días pase lo que pase, piden las cosas por favor y se despiden con un gracias. En LaLiga se ha mejorado una barbaridad. En torno a La Roja que vemos en el césped, y no en los tribunales, por fin hay gente tan sensata como el seleccionador. Y en muchos clubes se ha avanzado enormemente. Algunos Gabinetes de in(comunicación) han pasado de mentir o avisar, a directamente no contestar. Algo es algo.

La primera vez que sentí la censura de baja estofa alrededor, por poner algún ejemplo que resuma una constante en cada redacción, fue al llegar a mi antigua casa y empezar a cubrir la información de un club centenario. La munición era tan constante que hasta un entrenador del filial se atrevió a saltarse a su jefa de prensa, cansado de la ineficacia de sus ardientes mensajes, para enviar cinco cartas a cinco jefes para exigir que se depuraran responsabilidades ante la nula clemencia. La última experiencia, tan desagradable como infructuosa, llegó en forma de burofax, cuando el del piquito alimentaba esa máquina ametralladora contra todo plumilla que osara denunciar lo que ahora está dando la cara.

Entre medias, en cualquier lugar donde haya un micro o un teclado, no hay un día en el que no piten los oídos o los móviles no se colapsen de mensajes vergonzantes o audios que dan el cante. Eso, en el mejor de los casos cuando la comunicación es directa y bidireccional. Lo más triste de todo es cuando llegabas a tu mesa y las quejas ya habían aterrizado antes en los despachos con el objetivo prioritario de borrar, modificar o distribuir las teorías de la conspiración que, lamentablemente, no se agotaron con el 11-M. Había un directivo tan pesado e incisivo en sus continuas y maleducadas peticiones y exigencias ―repetidas por sus ayudantes como papagayos― que en algunas redacciones de España era conocido como el 'redactor jefe'. La coletilla siempre era "que no vuelva a pasar o…".

Y lo peor para ellos, y lo mejor para los demás, es que afortunadamente volverá a pasar. Xavi y sus palmeros van a tener bastante trabajo por delante. Mientras el periodismo esté vivo, sea independiente, se ejerza con dignidad y cabeza y no tema a que a su alrededor haya buitres esperando la carroña. Los MAR de Hacendado deben asumir dos cosas si no quieren vivir eternamente mosqueados. Una: que igual que hay camaradas que lo han pasado mal, han sido censurados, tuvieron que cambiar de curro o incluso hoy están parados en casa, muchos de esos pitbull están ya lejos de sus dictadores y abandonados y, lo peor de todo, con la conciencia hecha trizas y la reputación gripada. Y dos: si Enric González dice que cada mesa en la redacción es un Vietman, los que estamos y los que vendrán seguiremos informando pese a estar consecuentemente amenazados.