Fui colega de Leo Beenhakker, le robamos el taxi al presidente del Bayern y me hizo de intérprete con Pfaff

El tío Leo era uno de los nuestros. Nació en Rotterdam por casualidad. En cuanto conoció España, ya era medio holandés y, claro, medio español. Entró al país por Zaragoza en 1981. Le avalaba ser un defensor empedernido del fútbol total que había mamado en su país tanto de futbolista como de técnico. Allí, a orillas del Ebro, comenzó a descubrir las costumbres y la cocina española. "Lo que no entiendo de vosotros, los españoles, es cómo podéis comer todo lo que coméis a la hora del almuerzo y después trabajar por la tarde como trabajáis... Yo no puedo. Yo si como, no trabajo. Así mejor quedamos a cenar".
En 1986 aterrizó en el Real Madrid. El presidente de entonces, Ramón Mendoza, un encantador de serpientes, se reflejaba en el espejo de Beenhakker. El holandés le encandiló con su castellano de Rotterdam y su apasionada manera de hablar de fútbol. "De Beenhakker lo que más me gusta es cómo pronuncia los nombres de los jugadores, sobre todo de Butragueño", decía el mandamás blanco mientras le quitaba el enésimo cigarro al entrenador. No sé quién fumaba más de los dos.
Poco a poco, Leo y un servidor hicimos buenas migas. A este escribiente le gustaba el fútbol internacional y Leo dominaba el mercado. Coincidimos en varios partidos de los rivales del Real Madrid. Él era el espía del club y yo el ojeador del Marca, que era donde trabajaba entonces. Incluso ya quedábamos para viajar en los mismos vuelos.
No recuerdo la temporada exacta porque en aquella década de los 80 el Real Madrid y el Bayern se enfrentaban un año sí y otro también. Lo que no olvidaré en mi vida es que estábamos en Hamburgo, en el Volksparkstadium. Jugaban el Hamburgo y el Bayern. Partido de la Bundesliga. Debía ser a las 15:00 de la tarde: Leo me invita a comer al palco de autoridades un par de horas antes de comenzar el partido. "No digas que eres periodista y ya está".
Leo se convirtió en el gran protagonista del palco. Todos le saludaban. Su perfecto alemán, acompañado de su eterna sonrisa, le permitían hacerse querer. Ese fue el primer día que probé el Jägermeister, ese jarabe alemán que después se puso de moda en todo el mundo. Él lo llamaba digestivo. Fue lo mejor de la comida y el mejor calmante para el frío polar que hacía fuera, en las gradas.
Aparece por el palco el portero del Bayern, Jean Marie Pfaff, belga él. Se saludan. Me presenta y aprovecho que el guardameta se está tomando un té para pedirle si me contesta unas preguntas. Leo se asocia con el periodista: "Venga, dime, te hago de intérprete y vamos más rápido". Dicho y hecho.
Unas preguntas, unas respuestas y una cita para los días siguientes ya en Múnich. Empieza el partido. Leo se acerca a las secretarias que llevan el protocolo del palco y pide un taxi para unos minutos antes de que acabe el partido... "Así mejor, Enrique, nos vamos antes y llegamos al aeropuerto sin problema. Me han dicho que esta tarde-noche va a nevar. Le decimos al taxista que ponga la radio y nos enteramos cómo ha quedado al final".
Yo, encantado de la vida. Taxi propio para el aeropuerto. Desde mi localidad de Prensa en el palco, veo cómo sigue el partido. No toma notas. La realidad es que se sabe cómo juega el Bayern de memoria. Pero quería ver un par de detalles en directo.
Lo mejor estaba por llegar. Quedamos en la puerta del palco diez minutos antes de terminar el partido. Veo a Leo esprintar por las escaleras. "Vamos, vamos, Enrique... Ahí está el taxi". De repente la secretaria me pregunta "Herr Fritz Scherer...". Cuando voy a decir que no, Leo grita. "Sí, sí, yo soy Herr Scherer...". Dio un salto y se metió en el taxi. "Cierra la puerta, cierra la puerta". Y la cerré de golpe...
"Pero el taxi era para el presidente del Bayern", le digo inocentemente. "Se lo hemos quitado...". No me dijo nada. Me miró y se rio. "Y ahora vamos a comprar un botella de Jägermeister en el duty free del aeropuerto y te la llevas a casa. Te invito yo...".
Desde ese día, Leo y este escribiente ya teníamos un secreto en común para no contar... Ahora que ha cogido un taxi que no era el suyo, me ha venido a la mente aquella tarde hanseática y me siento orgulloso de aquella jugarreta conjunta que ahora comparto con todos los aficionados que disfrutaron con el juego de sus equipos.
Yo, además, disfruté de su amistad, de su sonrisa y de su sabiduría futbolística. Figúrense si era audaz y atrevido que fue capaz de dejar en el banquillo a Butragueño en unos cuartos de final de la Copa de Europa contra el PSV. Partido de vuelta. Ganó el Madrid (2-1) y pasó a semifinales, pero Beenhakker se llevó tal bronca del Bernabéu y del presidente Mendoza que dijo: "Ahora sé que he acertado en mi decisión. Tenía que hacer algo y lo hice".
Adiós Leo. Siempre me subiré a tu taxi, aunque sea del prójimo.