Rodri no es Miguel Induráin y en el fútbol solo hacen historia los españoles de mi equipo

Manolo Saiz, el mítico director de la ONCE, solía quejarse de la enorme distancia que había entre su equipo y el aficionado medio español. Al fin y al cabo, la ONCE era el gran enemigo de Miguel Induráin y Miguel Induráin era un ídolo de masas. Nadie quería que el navarro perdiera y si eso suponía, como decía Saiz, que viéramos a la ONCE "como un equipo extranjero", pues bienvenido fuera. Nuestras simpatías estaban bien definidas y era difícil entender aquello de que animar a Zülle o a Jalabert era lo mismo que animar a Miguelón. Casi imposible.
En fútbol, sin embargo, las cosas son distintas. Lo que vimos este lunes fue realmente fatigoso, tanto en medios como en redes sociales. Más que nada porque, amigos, el Balón de Oro es un concurso de popularidad, un premio que se vota sin parámetros claros y que no debería importar a nadie. No tanto como para declararle la guerra a Francia o sentirlo como si lo hubiera perdido un hijo propio, desde luego. ¿Quieren títulos objetivos? Ahí están los campeonatos. Unos ganan Eurocopas, otros ganan Champions League y, en general, a todos nos salen cinco o seis nombres que son tan buenos que podrían ganar cualquier premio de este tipo.
Lo curioso es cómo se vivió en España y, por un momento, me acordé muchísimo de Manolo Saiz. Esa disputa entre el deportista español -Rodri- y el extranjero, pero que compite para un equipo español- Vinicius- que inundó cualquier debate de forofismo, rabia y revancha barata. Como los moralismos me estomagan muchísimo, no voy a entrar en esa cuestión: bien hace el que defiende a su equipo como el que defiende a su nacionalidad. ¿Me gustaría que el debate futbolístico siguiera otras coordenadas? Claro, pero es fútbol. No se puede pedir más. Si no fuera pasional e irracional, no movería todo lo que mueve.
Si algo no me gustó, fue que el foco estuviera donde no debía, es decir, en el perdedor. Para bien o para mal, Vinicius se convirtió en protagonista de una noche que no le correspondía. Los defensores del brasileño -y defensores se merece porque es un excelente futbolista- clamaron al cielo, se rasgaron las vestiduras, apelaron a oscuras conspiraciones y se enfundaron la bufanda madridista para insistir en lo podrido que estaba el premio que sus jugadores han ganado decenas de veces.
Por su parte, los detractores tampoco tuvieron compasión: Vinicius era un mal perdedor, un prepotente, su equipo había faltado el respeto al mundo del fútbol… Todo giraba en torno al que había quedado segundo y, para alguien a quien le gusta la competición sana, aquello resultaba desagradable. Como si no hubiera suficiente circo alrededor del premio durante meses e hiciera falta encender una nueva hoguera de vanidades.
«Nuestra» selección y la «suya»
Porque el caso es que ganó Rodri. Y ganó Aitana Bonmatí. Y hacía 64 años que ningún español ganaba el trofeo masculino, sucediendo justo a Luis Suárez, que, además, falleció hace poco más de un año. Más allá de lo superficial del trofeo, hay ahí un reconocimiento deportivo al momento que vive nuestro fútbol o al menos, si se quiere, nuestras selecciones. Creo que hay un motivo objetivo para alegrarse y no andar removiendo heridas pasadas, como cuando a Iniesta y Xavi les ganó el premio un Messi que venía de marcar tropecientos goles con el Barcelona… pero de fracasar en el Mundial que ganaron los españoles.
Si aquello tuvo un punto injusto -dentro de, insisto, lo injusto que puede ser un concurso de popularidad-, está bien que esa injusticia se corrija. Si algún culé se alegró de que ganara el argentino por alguna tirria especial a la selección española, tampoco es momento para andar recordándolo ahora. El que se enfade porque Vinicius no haya sido reconocido el mejor jugador de este año tiene todo el derecho del mundo a hacerlo, pero bueno sería que al menos los medios pusieran un poco de orden en el debate: primero, los primeros… y, luego, todos los demás.
Lo que nos lleva un poco al principio del artículo: el problema de Rodri es que no es Induráin… porque, en el fútbol, es imposible que haya un Induráin. Todo está tufado por la pasión de los clubes y no por las nacionalidades. Por supuesto que hay una alegría común cuando gana la selección, por eso los racistas no insultan a Lamine Yamal cuando va de rojo, pero sí le insultan cuando lleva los colores del Barcelona. Pero, ay, esa selección la consideramos más o menos "nuestra" según los jugadores que lleve de nuestro equipo y, sobre todo, los que lleve del rival.
Porque, en esencia, es un juego que funciona a la contra. A los madridistas no les disgustaba Luis Enrique porque no llevara a jugadores de su equipo -recientemente, Luis de la Fuente dispuso un once inicial sin un solo jugador del Madrid, del Barcelona o del Atleti- sino porque llevara, en su opinión, a demasiados jugadores del eterno rival. Aquí, en lo que no es más que el reconocimiento a un excelente jugador en un excelente equipo y que dirige una excelente selección, lo que se vive es la pérdida. Que no se lo han dado al mío.
Y, así, por un momento, se prefiere la victoria de la ONCE, sea Zülle o Jalabert o Dufaux o Bruyneel o incluso el rubísimo Neil Stephens, que la del español, solo porque el español no nos acaba de caer bien o no lo consideramos de nuestra tribu. Algo que, insisto, no me parece en absoluto inmoral porque yo era de esos pobres hombres que iban con Federer cuando perdía sistemáticamente contra Nadal, pero siempre que aceptemos la derrota. Porque sin derrota no hay victoria. Y sin victoria, en definitiva, no hay deporte.