OPINIÓN

La sensación de que siempre se jugó (o no jugó) a lo que quería Inglaterra

Sergio Gómez, abatido, al acabar la final contra Inglaterra. /EFE
Sergio Gómez, abatido, al acabar la final contra Inglaterra. EFE

Perder una final, sea de lo que sea, te deja una ira interior que se exterioriza en la cara de tonto que se te queda. Y cuando se fallan tres penaltis en una misma jugada en el minuto 99 de un partido, que fue lo que hicieron Abel Ruiz, Oroz y Camello, la sensación de rabia e impotencia alcanza la plenitud. Dicho lo cual, la percepción que me queda después de este Inglaterra-España es que se jugó casi siempre, por no decir siempre, a lo que quiso el rival y no a lo que buscaban y necesitaban los hombres de Santi Denia.

 La impresión es que jugaban hombres (ellos) contra niños camino de la adolescencia (nosotros). Que ellos tenían más tablas. Más recursos. Quizás no siempre futbolísticos, pero sí suficientes y necesarios para sobrevivir en la la jungla de una final en la que, además, te quedas por debajo en el marcador justo antes de llegar al descanso y con un gol marcado con la 'chepa' de uno de los enemigos incrustado en una barrera. Deprimente. Para dejarte las venas largas.

España llegó demasiado cansada al último día. O al menos, eso parecía por el ritmo cansino con el que desplazaba el balón y la falta de profundidad en ataque. Posiblemente, Santi Denia también era consciente de que su 'once titular' no estaba para muchas refriegas, pero en esos momentos decisivos en los que el oro está en juego, los entrenadores suelen apostar por su guardia pretoriana estén como estén y cueste a quien cueste. Suele ser como una ley no escrita que los técnicos respetan y llevan a su máxima expresión. Suena a alegato: "Estos son los míos y con ellos muero".

Y con esta decisión tomada, luego pasan las cosas. Y no te responden como se esperaba 'los de siempre', ni tampoco los del 'de vez en cuando'. El día de la verdad, Rodri no fue Rodri -ya no lo fue en las semis contra Ucrania-; Sancet no fue Sancet y Baena estaba más a sus guerras particulares que a echar una mano a Blanco, que a pesar de su omnipresencia no podía llegar a todos los sitios. Se jugó el del Villarreal la expulsión dos veces en cinco minutos, pidiendo el cambio a gritos. Tampoco los laterales tenían las alas de otros días y a Abel los dos centrales ingleses le parecían dos pirámides inalcanzables.

Con ese panorama, solo estaban a lo que habían el portero (Arnau), el mejor del equipo; los dos centrales (Paredes y Pacheco), y el mediocentro (Blanco). La desgracia para la Selección fue que cuando el técnico se percató de todo ello, y todavía con media hora de partido por delante, tampoco los que entraron en escena modificaron el escenario. Riquelme se animó con el paso de los minutos, pero tuvo dos ocasiones de esas en las que un delantero que quiera jugar en el Atlético o en el City tiene que aprovechar para marcar las diferencias. De Oroz y Veiga tampoco se supo mucho. Y tiempo hay por delante para saber lo que ha pasado realmente con este último jugador durante todo el campeonato. Sus pocos minutos de juego han estado directamente relacionados con su bajísimo rendimiento. Y esa media hora final podría haber sido la de su exculpación y realmente fue todo lo contrario.