La culpa es de Rubiales
Desde que se disputó la primera en la temporada 1982-83, durante 40 años hemos presenciado Supercopas de España que se jugaron en diciembre, la mayoría que se se dejaron para el verano, alguna más que no se disputó porque el campeón de Liga y de Copa del Rey coincidían y quedaba todo resuelto en los despachos, algunas que se decidían a doble partido, otras tras una sola batalla, un par de ellas que se resolvieron en la prórroga y otra más que llegó hasta los penaltis. Y casi todas, por qué no reconocerlo ahora que ha prescrito, o molestaban a los protagonistas o no motivaban lo suficiente a la afición.
La Supercopa, en su quinta edición con formato de final four, ha venido a confirmar un secreto a voces tras este partido inolvidable: se ha acabado por completo con esa pesadumbre generalizada, convirtiendo un torneo menor por el que nadie cancelaba un plan, por insulso que fuera, en un espectáculo de Champions. Y eso, como muchas otras cosas menos productivas, también es culpa de Rubiales. Hasta el peor escribano va un día y escribe pareados. Otra cosa es que, en vez de Riad, hubiéramos preferido como sede a León.
El acierto con el cambio, con el que por otra parte clubes y Federación (más allá de 'Geri' Piqué y sus socios) sacan más tajada, se vio en este derbi en cada uno de los detalles futbolísticos. Que es a fin de cuentas lo que más importa. Pocas veces, si acaso el día de las grandes remontadas, se habían visto hasta a tres jugadores diferentes del Real Madrid alentar como posesos con sus manos a la grada pidiendo aliento por haber conseguido un mísero córner en los primero diez minutos. Las caras en ambas plantillas, la intensidad, el despliegue ofensivo, la implicación en el repliegue, la agonía de la prórroga, las celebraciones de los goles y la frustración con los errores nada tuvieron que ver con aquellas pachangas de la Supercopa en el pasado que servían casi de partido de presentación, con mil rotaciones, gradas vacías y un ritmo trotón.
Rubiales es el responsable de que sólo nueve aficionados del Atlético, por poner un simple ejemplo de esta experiencia, vieran triunfar a su equipo en directo en Arabia. El seguidor de a pie ni olvida ni perdona, por mucho que haya asimilado que de alguna manera habrá que pagar esta fiesta. Pero también es el causante de que cada uno de los equipos participantes acuda a la cita con el cuchillo entre los dientes. Ya sea para intentar hundir al eterno rival, para resucitar, para consolidar su hegemonía o para obrar un milagro. La Supercopa de enero, junto con las eliminatorias a partido único de la Copa, hacen muchísima más llevadera la eterna espera de las eliminatorias europeas de febrero.
Rubiales, esta vez, obligó con su ocurrencia a que el Real Madrid se tomase el derbi como una final hasta el punto de esconder su once, y el debate de la portería, con más mimo que nunca. Y llevó a que Ancelotti ratificara que una cosa es que haya cambiado (y dulcificado) su discurso para no herir sensibilidades (mal aquello de "cuando vuelva Kepa, jugará") y otra bien distinta es que haya mutado sus principios. En partidos grandes como éste, sucedió lo de siempre desde que dejó sentadas las bases a principios de temporada: sin Joselu de inicio, sin Fran García (tercer lateral cuando llega la hora de la verdad) y sin que coincidan a la vez Modric y Kroos (otra vez el jefe) tras la debacle del Metropolitano. Atletas y samba al poder.
Rubiales, además de empujar a Simeone a estrujar su pizarra en busca -sin éxito- de la eterna revancha, también tiene mucho que ver en que el Barça, cuyo turno llega este jueves, afronte este torneo con las luces de emergencia encendidas. Nadie olvida que Ernesto Valverde fue despedido tras un tropiezo en esta competición. Xavi anda tan angustiado que, de haber tenido tiempo, hubiera concentrado al Barça El Montanyà como en las buenas épocas, y no se descarta que si logra enderezar a tiempo la nave el personal se agrupe en Canaletas.
Ojalá dure esta metamorfosis que alegra el calendario y la cuesta de enero. Lo malo es que ahora se avecinan días movidos en la Federación con las futuras elecciones (en febrero según Víctor Francos, en noviembre según los que conocen bien la RFEF). El que salga presidente querrá dejar su huella y todo corre peligro en esa obsesión, heredada de la política, de cargarse todo aquello que huela a su antecesor. Con esta competición, eso sí, tiene una buena papeleta. Con 40 millones de botín y la firma del contrato con Arabia hasta 2029, más le vale no inventar y tocar un formato que es un clamor. De hecho, Pedro Rocha, que es un hombre sabio además de continuista, lo ha tenido claro y lo máximo que ha atrevido a hacer esta semana con este apartado, estando como interino, es llevarse a Montse Tomé a Riad para formar a las entrenadoras autóctonas.
Y la idea, constructiva y eficaz para reparar conciencias, está bastante bien tirada. Aunque no está confirmado, tendría todo el sentido del mundo que el power point de la seleccionadora lo encabezara un titular que ha envuelto a esta Supercopa, por tantas cosas vividas, que mataría muchos pájaros de un tiro para cualquier explicación: 'La culpa es de Rubiales'.