OPINIÓN

Que el nuevo hijo pródigo del golf de EE.UU. sea de Irlanda del Norte deja varios asteriscos sobre los millones de Arabia

Rory McIlroy celebra su primer Masters de Augusta/REUTERS
Rory McIlroy celebra su primer Masters de Augusta REUTERS

"¡Rory, Rory, Rory!". El público de Augusta no dejaba de atronar el nombre del nuevo campeón del Masters, el norirlandés Rory McIlroy. Había en ese cariño un componente lógico: Estados Unidos vio crecer a McIlroy cuando ganó el US Open con apenas 22 años y la temporada siguiente se llevó el PGA. Había en ese carismático jugador con cara de niño algo que recordaba a Sergio García: la explosividad de su sonrisa, la temeridad de la juventud, el entusiasmo del recién llegado a la élite…

Lo que pasa es que los años pasaron y, aunque la carrera de McIlroy no ha dejado de ser brillante -el de este domingo fue su quinto grande- lo cierto es que parecía estancada: once años sin ganar un major y once años, por lo tanto, esperando a que cumpliera la barbaridad de ganar todos los grandes al menos una vez, algo que solo habían conseguido en la historia Gene Sarazen, Ben Hogan, Gary Player, Jack Nicklaus y Tiger Woods. Una compañía insuperable.

Por lo tanto, el domingo se juntaba el recuerdo del jugador querido de joven y la simpatía por el perdedor de adulto: McIlroy ya debió haber ganado el Masters varias veces a lo largo de estos años, pero siempre se había quedado corto en las últimas rondas: hasta siete veces acabó entre los diez primeros, con la espina clavada de 2014, cuando desperdició cuatro golpes de ventaja en los últimos dieciocho hoyos y acabó empatado en octava posición.

Comoquiera que Bryson DeChambeau y Scottie Scheffler ya se habían despedido de la lucha por el título en los primeros hoyos, los estadounidenses decidieron acoger a Rory McIlroy como el hijo pródigo que vuelve a casa más que como un Sísifo condenado a rozar la cima para volver a caer con su piedra a cuestas. Por un momento, dio la sensación de que aquello era una Ryder Cup y Rory jugaba con la bandera de barras y estrellas. Algo muy parecido a lo que hemos visto tantas otras veces con Jon Rahm.

La traición del circuito LIV

Y aquí, es inevitable preguntarse si en ese cambio de los afectos estadounidenses no habrá tenido que ver la posición de uno y otro respecto al circuito LIV, potenciado por el fondo inversor saudí. Se podría decir que de aquello hace muchos años, pero ni el público estadounidense ha olvidado por completo la "traición" a su PGA de toda la vida -bueno, se lo han perdonado al propio DeChambeau, eso es cierto- ni los jugadores envueltos en la polémica han conseguido pasar página.

Por ejemplo, tras el triunfo de McIlroy, le preguntaron a Bryson si había conseguido felicitarlo. La respuesta del californiano fue contundente: "No me dirige la palabra". En aquellos días, se movieron muchas cosas. Algunos permanecieron fieles a la tradición y otros se fueron corriendo tras el dinero -aunque todo apunta a que la fusión entre ambos circuitos es inminente ante el desastre económico y de público que ha supuesto la aventura saudí- . Hubo incluso quienes dijeron que nunca se irían y se quedaron y los que dijeron que nunca se irían… y se fueron a destiempo.

Entre los primeros, está el mencionado McIlroy, cuya batalla contra el LIV ha sido pública y notoria. En ocasiones, incluso excesiva. Entre los segundos, está el español Jon Rahm. Que conste que a mí esto ni me va ni me viene. Yo soy muy partidario de que la gente se gane el dinero lo mejor que sepa y pueda y si Gabri Veiga ha decidido desaparecer del fútbol de élite con veinte años, ¿por qué culpar a Jon Rahm de cambiar de ideales a mitad de camino?

Todo menos la mediocridad

En cualquier caso, parece que la consistencia de Rory McIlroy le ha servido al menos para ganarse al público estadounidense y que lo sientan como uno de los suyos. Hace tres o cuatro décadas, cuando el golf europeo empezaba a despuntar, había algo parecido a una competición real entre dos circuitos: el continental y el estadounidense. Por entonces, a los europeos les costaba un mundo acceder al otro lado del charco, como sucedía, por ejemplo, en la NBA. No se concebía que el golf pudiera ser una cuestión que excediera lo estadounidense.

Sin embargo, con el paso del tiempo, de las victorias en la Ryder Cup y de los gigantes como McIlroy, la tortilla se ha dado la vuelta. Los estadounidenses son muy amigos de recibir entre ovaciones a cualquiera que se salga de la mediocridad. Eso es lo único que no soportan: pasar desapercibido. McIlroy se mojó en su momento, perdió una millonada en el camino y defendió su circuito y sus tradiciones. Que lo hayan adoptado como a uno más de ellos no debería sorprender a nadie. Que otros no hayan seguido el mismo camino, tampoco.