OPINIÓN

Aquellos ojos vidriosos de Mireia Belmonte ya lo sabían hace tres años

Mireia Belmonte, después de finalizar en cuarta posición en la final de los 400 estilos en los Juegos Olímpicos de Tokio. /GETTY
Mireia Belmonte, después de finalizar en cuarta posición en la final de los 400 estilos en los Juegos Olímpicos de Tokio. GETTY

El 25 de julio de 2021 Mireia Belmonte nadó la carrera más intrépida de su vida. Lo hizo en los Juegos Olímpicos de Tokio, sin público, con poco entrenamiento, pero con un corazón y una determinación que le llevaron a quedarse en los 400 estilos a 23 centésimas de la estadounidense Hali Flickinger, de la medalla de bronce, del cielo del olimpismo español que ahora marcan David Cal y Saúl Craviotto con cinco medallas. Predestinada para hacer historia, la badalonesa salió de la piscina, llegó al vestuario y se derrumbó. Lloró desconsolada. Todos le animaron porque se quedaron con la boca abierta por la exhibición, otra más, que hizo cuando ya nadie daba un duro, cuando los Juegos de Tokio iban a ser solo los Juegos en los que Mireia logró ser abanderada.

Después, en la zona mixta, aquellos ojos vidriosos ya sabían que ese había sido su último gran momento olímpico. Incluso ya aventuraban que podía ser el last dance de una historia que comenzó en Pekín 2008, cuando una niña de 17 años compartió habitación con su ídolo Nina Zhivanevskaya. Mireia ya había dado señales de cambio de ciclo, aquellos síntomas que muestran los nadadores cuando el reloj biológico y el desgaste mental superan el límite, una ley de vida a la que además se le añaden sus problemas de hombros que le fueron martirizando desde 2015, cuando renunció a los Mundiales de Natación de Kazán para centrarse en ser campeona olímpica en Río. Y lo logró.

Ya alejada de su entrenador, Fred Vergnoux, la desconexión de Mireia se llevaba produciendo desde los Mundiales de Budapest, de 2017. Allí fue campeona mundial y cerró el círculo. Tenía 26 años y ya empezaba a desafiar las leyes de sus pruebas, porque hay datos que no pasan desapercibidos aunque quizás el gran público desconoce: nunca en la historia del olimpismo ha habido una nadadora mayor de 27 años que ha conseguido una medalla en los 400 estilos y en los 200 mariposa. Esas son las mejores pruebas de Mireia. En Tokio se quedó a 23 centésimas de hacer historia, pues participó con 30. Ahora, a sus 33, ya nada puede llegar a ser lo mismo por mucho que intente encontrar soluciones a su hombro.

La despedida de Mireia será cuando ella y su familia decidan, pero lleva seis años aconteciendo en diferido con la excepción de Tokio. Mireia nació solo para ser campeona, algo que ya no puede lograr, con la estocada de su enésima lesión en el tendón del hombro que le resta velocidad en el ciclo de brazada. El Open de Mallorca solo constató lo que se venía augurando desde aquella tarde de Tokio en la que no pudo ocultar su emoción y sus ojos vidriosos en la zona mixta.

Es difícil darle magnitud real a lo que ha supuesto Mireia Belmonte en el deporte español y en la natación. Ha sido una inspiración, con su carácter particular, dispuesta a hacer todo lo que estaba en su mano para colgarse un oro olímpico. Su vida giró en torno al cloro, y pagó un peaje altísimo en un deporte avasallador, de madrugones, entrenamientos estajanovistas, horas de gimnasio, concentraciones en altura, competiciones alrededor del mundo... A Mireia hay que ponerla en un pedestal.

Sin tantos éxitos, pero con una historia genuina, diferente, donde primero se licenció en Bioquímica y después inició su carrera como nadadora, y fue medallista europea y mundial, y un ejemplo de tesón, generosidad, simpatía y de capacidad de superación, Jessica Vall, que se quedó a dos décimas de sus terceros Juegos a los 35 años en los 200 braza, es otro de los ejemplos a contar a las nuevas generaciones. Otra manera de entender el deporte, como Hugo González, ahora el aspirante al podio en París, donde la formación personal, el trabajo y la natación tienen cabida... aunque el reconocimiento y las medallas no sean las mismas que Mireia.

Todos ellos son los nombres de un Open de Palma que deja un equipo ilusionante para París con Hugo González como estandarte, con la ausencia esperada de Mireia, las lágrimas de Jessica Vall que reflejan la injusticia en ocasiones del cronómetro y con el adiós de una histórica como Melani Costa, cuyo récord de 400 libre queda para la posterioridad y quien decidió despedirse con los suyos. El tiempo pasa. Para todos.